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Reportaje:10 | Al Ándalus | VIAJE POR LA HISTORIA

El deseado esplendor de Al Ándalus

José Andrés Rojo

Los fundamentalistas islámicos de hoy reclaman como su vieja patria la lejana civilización de Al Ándalus. Lo han hecho muchas veces. Valga un ejemplo. "Que entréis con vuestros pies lavados en nuestro Al Ándalus despojado, pronto si Alá quiere", dijo el dirigente salafista Abu Musad Abdel Wadoud el pasado 11 de abril después de que tres islamistas se suicidaran en Argel al volante de tres coches bomba y asesinaran a 30 personas. "Que nuestros pies limpios pisen nuestra Al Ándalus raptada y la Quds (Jerusalén) violada", comentó inmediatamente después.

Volver a Al Ándalus, recuperar su antiguo esplendor. ¿De qué están hablando en realidad los fundamentalistas de hoy, qué imágenes asocian a aquella civilización que habitó durante casi ocho siglos en gran parte de la península Ibérica? "Osama Bin Laden seguramente hubiera arrasado Al Ándalus, era una sociedad demasiado permisiva para su mentalidad", comenta Jerónimo Páez, director, creador e impulsor de la fundación El Legado Andalusí. Eduardo Manzano, profesor del CSIC y autor de Conquistadores, emires y califas. Los omeyas y la formación de Al Ándalus (Crítica), explica que lo que hay no es más que la reivindicación de un elemento del imaginario musulmán que coincide con el momento de hegemonía y pujanza de esta religión. "Al Ándalus fue conquistada en plena expansión militar árabe, apenas ocho décadas después de la muerte del Profeta", explica Manzano. "El hecho de que en el extremo más occidental del mundo musulmán cristalizara una brillante sociedad plenamente integrada en ese mundo siempre ha sido visto como un signo de la enorme pujanza política, religiosa y cultural que albergaba el islam primitivo".

Era una civilización urbana en la que destacaban ciudades como Córdoba y Granada
La lengua árabe acabó convirtiéndose en mayoritaria entre la población a la altura del siglo X
Al Zawahiri pidió luchar para que el islam reine desde Al Ándalus hasta Irak

Luego vino la decadencia. Los cristianos fueron ganando terreno, y Al Ándalus terminó por no ser nada más que una brumosa metáfora que cada cual interpretaba a su manera. Al Qaeda mira aquel esplendor para curarse del declive humillante al que se precipitó desde entonces el islam, un declive al que la organización terrorista "intenta poner punto y final regresando a una ideología de combate y guerra santa que no está dispuesta a admitir compromisos", añade Manzano.

Córdoba, Sevilla, Granada. La mezquita y Medina Azahara, la Giralda y la Torre del Oro, la Alhambra. Podrían ser otros muchos lugares (Toledo, por ejemplo: ese ámbito mítico en el que convivieron cristianos, judíos y musulmanes) de aquella larga época en que dominaron en la mayor parte de la península Ibérica esos árabes que creían en las enseñanzas de Mahoma. Todo empezó el 27 de abril del año 711 cuando desembarcó en Gibraltar Táriq Ibn Ziyad, lugarteniente del gobernador de Tánger, al mando de 9.000 hombres: no tardaron mucho en derrotar a los visigodos. En pocos años habían llegado hasta las zonas más septentrionales de la península, donde resistieron los vascones de Navarra y los reinos astures, y en su vigoroso avance quisieron penetrar en Francia, donde fueron detenidos en la batalla de Poitiers (732). Así que se quedaron a este lado de los Pirineos.

En su reciente libro Los desheredados (Aguilar), Henry Kamen habla de aquella temporada. "En el siglo X el territorio llamado Al Ándalus -una cuarta parte de la España actual- era un país totalmente controlado por los musulmanes y el más poderoso y refinado de Europa occidental". Era una civilización urbana en la que destacaban ciudades como Córdoba o Granada con una avanzada organización política y social, que nada tenía que ver con los reinos cristianos del norte, con una economía principalmente ganadera y agrícola. "Los árabes trajeron el olivo, el pomelo, el limón, la naranja, la lima, la granada, la higuera y la palmera", escribe Kamen. En la agricultura andaluza de entonces predominaron las habas, los garbanzos, las habichuelas, los guisantes y las lentejas, ya que los árabes no comían cereales. Sazonaban sus platos con "canela, pimienta, sésamo, macis, anís, clavo, jengibre, menta y cilantro, especies desconocidas en el resto de la Europa cristiana". La lana, el algodón, la seda, el vidrio, las armas y el cuero fueron algunas de las industrias que se desarrollaron en Al Ándalus y la agricultura "se benefició de la eficaz irrigación".

"De Al Ándalus permanece una suerte de espíritu del lugar y un impresionante patrimonio monumental y cultural", explica Jerónimo Páez. "La belleza de sus edificaciones, su exquisitez, los jardines construidos con tanto mimo y donde todo gira alrededor del agua, la delicadeza, la poesía. Fueron maestros en la arquitectura íntima, cuidando todos los detalles (olores, sabores, colores) para vivir hacia dentro". Fue un mundo sofisticado, donde se produjo un profundo mestizaje y donde, pese a los conflictos, consiguieron coexistir musulmanes, cristianos y judíos. ¿Es ésa la civilización que reclaman los fundamentalistas?

Claro que no se puede reducir ese largo dominio de casi ocho siglos a una imagen única y rotunda. Al principio (711- 756), Al Ándalus fue la parte extrema, la occidental, de los vastos dominios de los omeyas. Un emirato que dependía de Damasco. Abderramán I, en el año 756, proclamó la independencia del emirato de Córdoba e instauró allí una dinastía que gobernó Al Ándalus hasta 1031.

Fue, desde 956 y gracias a Abderramán III, un califato. Para entonces era tal ya el acoso de los reinos cristianos, que presionaban de norte a sur, que Al Ándalus inició su proceso de descomposición, generando distintos reinos independientes llamados taifas, que fueron unificados temporalmente durante las invasiones de almorávides y almohades. De todos ellos quedó al final, entre 1238 y 1492, el reino nazarí de Granada. Fue el último reducto de la presencia árabe en la península Ibérica.

Córdoba, Sevilla y Granada, como momentos distintos de esa larga historia. La mezquita y el palacio de Medina Azahara de la primera de estas ciudades quedan como testimonio del inmenso poder de aquel emirato que llegó a la cima de su esplendor con Abderramán III. Sevilla es el ámbito donde se puso de relieve el empuje de los almohades, con la construcción de espléndidas mansiones para los cortesanos, de una gran mezquita, de la que ha sobrevivido la Giralda, y de una fortificación, de la que queda la Torre del Oro. La Alhambra resume los estertores de aquella civilización, que aguantó todavía dos siglos el avance de los cristianos hasta que cayó en 1492 con los Reyes Católicos. La caída de Granada no significó el fin de la presencia musulmana en España. Sobrevivieron como moriscos, enorgulleciéndose de su condición y luchando por conservar su cultura. Fue en 1580 cuando, durante el reinado de Felipe II, se tomó la decisión de expulsarlos. La orden se llevó a la práctica en 1609, y salieron de España 300.000 moriscos, los últimos vestigios de una historia larga y tumultuosa, pero apasionante.

¿Qué característica fue la más relevante de aquella civilización? "La principal seña que define Al Ándalus es su configuración como sociedad árabe e islámica", explica Eduardo Manzano. "Árabe debe entenderse no en un sentido meramente étnico -esto es, referido a los individuos de este origen que llegaron a la península como consecuencia de la conquista del año 711-, sino cultural e identitario. La lengua árabe acabó convirtiéndose en la mayoritaria entre la población y a la altura del siglo X el latín prácticamente había desaparecido en Al Ándalus. Los descendientes de la población indígena se arabizaron, como también lo hicieron los descendientes de los soldados bereberes de origen norteafricano que habían acompañado en gran número a los conquistadores árabes del año 711 y que, a su vez, habían sido sometidos en las décadas previas. Asimismo, la islamización de la sociedad andalusí -esto es, la conversión mayoritaria de sus gentes al islam- es un hecho evidente que se aprecia tanto en la multiplicación y ampliación de mezquitas, como en el creciente número de gentes dedicadas al conocimiento religioso (esto es, los ulemas) que eran de origen indígena: ya en la segunda mitad del siglo IX se calcula que aproximadamente la mitad de los ulemas de los que tenemos noticia eran descendientes de conversos".

Durante siglos convivieron (a ratos, mejor; a ratos, peor) musulmanes, cristianos y judíos en Al Ándalus, ¿pero qué fue lo que diferenció de manera más radical a los que gobernaban en las dos zonas en que quedó dividida la península? "Más que en la religión, la diferencia hay que buscarla en la manera de ejercer el poder, en la diferente relación entre gobernantes y súbditos, y en el hecho de que la sociedad cristiana estaba regida por el derecho civil, y la musulmana por el derecho religioso", dice Jerónimo Páez, director de la fundación El Legado Andalusí. "En los reinos cristianos hubo entre el poder real y el pueblo algunos espacios que permitieron que se fueran consolidando las clases emergentes, como los comerciantes o la burguesía, de forma que existieron diversos estamentos de poder, junto con la nobleza, la iglesia y la monarquía. Entre los musulmanes, quienes gobernaban se consideraban descendientes del Profeta y en el vértice del poder convivían los ulemas con los mandatarios, lo que difícilmente permitía fisuras. Luego estaba el pueblo, pero no había clases sociales que pudieran arañar esferas de poder real, era una sociedad vertebrada a partir de clanes y linajes. No había una ley de sucesión clara, y como consecuencia de la poligamia existían numerosos descendientes con aspiraciones a gobernar, lo que dio lugar a todo tipo de conflictos, sediciones y rebeliones, en definitiva, numerosos periodos de inestabilidad social. Por otra parte, no existía un concepto de Estado, nación y territorio, que permitió una mayor estabilidad en los reinos cristianos. En estos últimos, la existencia del derecho privado facilitó que avanzara la sociedad civil y que se limitara el despotismo de los poderes públicos, además de permitir la división de poderes, que en el fondo se controlaban unos a otros. En el mundo musulmán se gobernaba a través de la charia, y no existía realmente diferencia entre el poder civil y religioso. No surgieron, por tanto, diferentes estamentos con poderes e intereses propios, y nunca llegó a considerarse que la legitimidad política estuviera basada en la voluntad popular y no en la voluntad del rey".

Tal vez esa imposibilidad de que la clase burguesa llegara a tener una influencia determinante y a imponer su espíritu comercial, laico y de progreso económico, más allá de la voluntad divina, o del monarca, o del sultán fue, según Jerónimo Páez, una de las causas de la debilitación de las sociedades islámicas. Si los comerciantes europeos, a partir del declinar de la Edad Media, fueron decisivos en la configuración de las nuevas sociedades y las empujaron hacia el futuro, en el mundo islámico fueron postergados, carecieron de todo protagonismo, y no consiguieron ser un factor de cambio y modernización.

Hans Magnus Enzensberger, en El perdedor radical. Ensayo sobre los hombres del terror (Anagrama), apunta que la infraestructura de los países islámicos "se estancó en niveles medievales hasta entrado el siglo XIX", y escribe: "La primera imprenta con capacidad de producir libros escritos en árabe se fundó con un retraso de tres siglos". Max Rodenbeck, en El Cairo. La ciudad victoriosa (Almed), reflexiona en ese mismo sentido: "Los árabes habían practicado la impresión con bloques de madera desde una fecha tan temprana como el siglo IX -600 años antes de Gutenberg-, pero aquella ciencia se había extinguido y, aunque se conocía el avance europeo de los tipos móviles, la clase educada de El Cairo había rechazado aquella invención por miedo a que su uso pudiera poner en peligro el monopolio efectivo de la palabra escrita".

En uno de sus llamamientos, grabado en vídeo y en el que aparecía vestido con la típica túnica árabe y turbante, el número dos de Al Qaeda, el médico egipcio Ayman al Zawahiri, defendía en julio del año pasado la necesidad de la guerra santa contra Israel y los cruzados, y exhortaba a los musulmanes de todo el mundo para que lucharan hasta que el islam reine "desde Al Ándalus hasta Irak". La recurrente obsesión por el paraíso perdido, por la edad dorada, por el viejo esplendor. ¡Qué sueño más quimérico ése de recuperar lo que ya se ha ido y que fue tan distinto en épocas remotas! Pero los mitos prenden en las multitudes y sería trágico que con la pólvora de Al Ándalus se derramara una sola gota de sangre.

Un grupo de turistas contempla los arcos de la mezquita de Córdoba.
Un grupo de turistas contempla los arcos de la mezquita de Córdoba.GARCÍA CORDERO

RUTA DE VIAJE: Un legado conflictivo

La presencia de los árabes (y de los judíos) en España ha sido un tema conflictivo para sus historiadores e intelectuales. El gran debate sobre esta cuestión lo libraron Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz. El primero de ellos cambió de manera drástica la manera de entender el pasado de España. Hasta entonces, esa palabra (que los romanos utilizaban para señalar la unidad de la península Ibérica) se había empleado para dar cuenta de una continuidad (una vieja esencia) que venía de mucho atrás, y así se trataba de españoles incluso a los prerromanos que defendieron Numancia (y se pasaba de puntillas cuando asomaban árabes y judíos). Castro pensaba, en cambio, que estos últimos habían "desempeñado un papel positivo y fundamental en la formación de la amalgama cultural en que después se convertiría España", escribe Kamen. Sánchez Albornoz, en cambio, sostuvo con tozudez, en opinión de Kamen, que ni los árabes ni los judíos hicieron nada que supusiera una aportación de importancia a esa España que, consideraba, venía de antes y debía "su vitalidad a sus orígenes prerromanos y romanos".

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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