Una profunda reserva moral
La confrontación en torno a la configuración de la convivencia política sigue plenamente abierta en el País Vasco. Lejos de lo que habitualmente se dice, su fuente no está, exclusivamente, en el proyecto soberanista del nacionalismo. Aún más, sigue forzosamente abierta para los defensores de una democracia ciudadana, materializada de forma tan insatisfactoria entre nosotros. Desde esta perspectiva, la construcción de nuestro futuro tiene numerosas exigencias; pero el mantenimiento vivo de la memoria es una de las más ineludibles, porque debe constituir parte esencial de sus cimientos.
El presente y el pasado más reciente de la convivencia en el País Vasco contienen elementos profundamente miserables; y muchos pretenden que nuestro futuro se construya ignorándolos, para impedir que nos embarranquemos en el pasado. La sociedad vasca tiene importantes tabúes políticos, pero ese pasado que todavía es presente corre el riesgo de convertirse en el más intocable de todos ellos. Porque penetra en lo más sensible de nuestra conciencia como sociedad: la visión complaciente de nosotros mismos, que el nacionalismo lleva al paroxismo. La tranquilidad de conciencia de la mayoría parece exigir la elusión de ese pasado, de este presente. Y muchos se incomodan cuando se sostiene que nuestro pasado condiciona irremisiblemente nuestro futuro. Al igual que le ocurre al protagonista de Otto Pette (Las últimas sombras), esa preciosa novela de Anjel Lertxundi, la simple mención del pasado produce en muchos un auténtico escalofrío, un profundo temblor interior. En ello ha radicado la postrera y amarga experiencia de las víctimas: tras ser brutalmente golpeados por la barbarie se ven convertidos en agoreros de una sociedad a la que rompen la imagen complacida de sí misma, importunando, a algunos, sus pretensiones.
Tratar de olvidar es un deseo habitual en las sociedades que han sufrido un gran trauma colectivo. Pero no es verdad que la sociedad vasca esté traumatizada. Impedir la victoria del olvido es indispensable no sólo porque necesitemos dotarnos de las defensas imprescindibles para superar los efectos de la barbarie y atemperar el riesgo de su reproducción futura; en nuestro caso se trata, además, de impedir el autoengaño que nos convertiría a todos en víctimas, enterrando lo ocurrido bajo el manto de un drama colectivo. Esta mentira, profundamente cínica, permitiría, sin duda, la tranquilidad de conciencia de todos; de quien vive la tragedia de los otros con pasividad y distanciamiento; de quien se incomoda porque le estropee sus pretensiones y reclama su derecho a que nada las altere, indiferente a su ventajosa -e, incluso, provechosa- condición; de quien no comparte la terapia pero sí el diagnóstico de los verdugos, y, finalmente, de éstos y de quienes les han enardecido, exentos ya de cualquier responsabilidad individual. La única tranquilidad frustrada sería, otra vez, la de las víctimas, que verían de nuevo escamoteada su experiencia.
La tragedia vasca, nuestra desgracia, nada tiene que envidiar, cualitativamente, aún en su parcialidad, a la que nos describe la autora anónima de Una mujer en Berlín; y provoca un "regusto a náusea, enfermedad y locura" no inferior a aquélla. Pero "nuestra miseria espiritual" no nace de las bajezas a que nos haya obligado la lucha por la supervivencia, sino de la satisfecha y cómoda convivencia (¿connivencia?) con una persecución selectiva que es política y cuyo significado ahora se pretende ocultar. La focalización de la tragedia ha agravado el sufrimiento de las víctimas. Esa experiencia va unida a la idea de culpa, sea ésta interiorizada o imputada desde el exterior, aún solo tácitamente; las víctimas han tenido que imponer su presencia política y social haciendo frente a innumerables resistencias, con un incalculable desgaste personal acompañado
en general de una gran incomprensión; y han tenido que arrostrar, finalmente, en su reconocimiento, la carga de lo que la autora berlinesa califica como "tortura de la compasión", aliviada por no haberla tenido que sufrir, al encontrarse quienes la rodean en su misma condición.
La experiencia viva de las víctimas nos es indispensable como cimiento de nuestra convivencia porque, como sostiene Imre Kertész en ese estremecedor compendio de reflexión vital que es Un instante de silencio en el paredón, "el sufrimiento provoca un saber que esconde una profunda reserva moral". Las víctimas son el ejemplo vivo de lo que ha ocurrido en nuestra sociedad, de lo que ha sido capaz de tolerar, de lo que ésta -o una parte de ella- es capaz de justificar: la pura y simple persecución política hasta la misma exterminación física por interponerse en el camino de la utopía nacionalista, practicada por bastantes con distintos grados de fanatismo. Las víctimas son experiencia viva de todo ello; por eso, la reserva moral que atesoran es fundamental como parámetro de lo que es indispensable y de lo que es inaceptable en nuestro futuro.
Barbara Spinelli ha realizado en Il sonno della memoria un lúcido ejercicio de reflexión sobre los infiernos de la reciente historia europea. Con ella comprobamos la importancia de impedir el triunfo del victimismo cínico en los pueblos en los que ha germinado la barbarie, porque estimula un sentimiento de regeneración que libera de deudas y deberes; constatamos que la capitulación ética no garantiza necesariamente la paz, y, sobre todo, aprendemos la imperiosa necesidad de la memoria, de una memoria viva, que sea experiencia productiva. Todo lo contrario de lo que tantos pretenden entre nosotros: vaciar la memoria, reducirla a puro monumento, a ornamento hueco, reducir a las víctimas a una condición puramente pasiva y eliminar su significado político.
La memoria, antes que nada, exige justicia; que sólo es posible con el reconocimiento del daño causado y de la culpa, individual y también colectiva, política. Y la justicia no es compatible con la amortización anticipada de la culpa, pretensión que de forma tan reiterada aparece entre nosotros y que continuamente perciben los actores de la barbarie. El fin del terrorismo no puede llevar aparejado, por sí solo, el perdón, porque haría desaparecer cualquier contenido disuasorio y reparador de la justicia. Y olvidaría que, aunque a muchos les disguste, el tiempo transcurrido no ha sido intrascendente. Un personaje de Isaac Bashevis Singer en Sombras sobre el Hudson sostiene que en los libros sagrados uno encuentra enseñanzas de provecho, aun cuando no sepa dónde obtener la fe para creer que todo es tal como allí se cuenta. Algo así ocurre, a mi juicio, con Guero, la obra cumbre de las letras vascas. En ella, Pedro de Axular nos enseña que la misericordia no es posible, aun siendo Dios infinitamente misericordioso, sin experimentar previamente las exigencias de la justicia, sin conocer su grandeza. Sólo la justicia abre camino al perdón. El perdón acabará siendo necesario, pero requiere maduración; de quien lo recibe, de quien lo concede, del conjunto de la sociedad y, no en último lugar, de quienes han soportado más directamente los efectos de la barbarie. Porque la gracia es una medida política que exige sólida legitimidad para ser ejercida, que necesita merecimiento y consenso, a riesgo de un gran coste político, por el peligro de convertirse en mera anulación de la justicia.
La firme exigencia de justicia y la reivindicación de la memoria no pueden, sin embargo, arrastrarnos a una dinámica de visceralismo partidista. Si nos adentramos por ella podremos considerarnos cargados de razones, pero pondremos en peligro la misma utilidad de la memoria, facilitando el triunfo de quienes siempre han perseguido el olvido. Y condenaremos a las víctimas a que sus heridas se mantengan permanentemente abiertas, impidiéndoles alcanzar el sosiego, aun en lo irremediable de su experiencia. La memoria es materia sensible, sumamente frágil que, si queremos que sea productiva, exige ser tratada con delicadeza y miramiento para evitar que se nos quiebre entre las manos.
Alberto López Basaguren es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad del País Vasco.
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