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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Musharraf, contrarreloj

El tiempo corre aceleradamente contra el presidente y dictador paquistaní Pervez Musharraf. Contribuyen decisivamente a ello su rápida pérdida de apoyos políticos internos, la creciente talibanización del país y el nerviosismo de Estados Unidos por el fortalecimiento de Al Qaeda en los territorios paquistaníes fronterizos con Afganistán. La resultante de esta situación es que disminuyen aún más las escasas probabilidades de que se celebren en otoño las prometidas elecciones libres en el país musulmán. En pocos meses, Musharraf ha pasado de controlar aparentemente todos los resortes del poder a verse hostigado desde numerosos frentes.

La reciente decisión del Supremo de reponer en su puesto al presidente del tribunal, destituido arbitrariamente en marzo por Musharraf, ha debilitado aún más al líder paquistaní. Su acertada decisión de asaltar la Mezquita Roja de Islamabad, convertida durante meses en violento foco protalibán, le ha enajenado a los partidos islamistas en los que se apoya para gobernar. La reapertura de la mezquita fue aprovechada el pasado viernes por los yihadistas, uno de los cuales murió matando a 15 personas. El episodio de la mezquita ha sido el detonante de una oleada de atentados integristas que se han cobrado la vida de más dos centenares de personas en pocos días.

Mientras, en el exterior, Washington, su aliado fundamental, empieza a creer que el general no hace lo suficiente para combatir el terrorismo de Al Qaeda.Hasta tal punto han tomado cuerpo las insinuaciones estadounidenses de intervenir con sus tropas en Pakistán que el propio Musharraf ha descartado tajantemente este fin de semana semejante posibilidad. El presidente ha podido hasta ahora suplir sus crecientes debilidades internas con el firme apoyo de la Casa Blanca, que ha destinado más de diez mil millones de dólares al régimen paquistaní en los últimos seis años, cerrando los ojos respecto a su uso y destino en la mayoría de los casos. Pero Washington, alarmado por los informes de sus servicios de espionaje y la dramática experiencia de sus soldados en Afganistán, quiere más. Y Musharraf, prisionero de sus contradicciones, no puede dárselo.

Las tácticas de este general, que llegó al poder mediante un golpe incruento hace ocho años, parecen tan agotadas como las esperanzas iniciales de que consiguiera cimentar el futuro de Pakistán sobre bases distintas de la corrupción y el sectarismo político habituales. Musharraf ha cerrado un círculo alarmante en el que su tibieza con el integrismo acarrea el creciente desafío de éste al Estado, mientras su bloqueo sistemático de los grandes partidos tradicionales impide que éstos le apoyen contra el fanatismo militante. La gravedad de la deriva paquistaní, acrecentada por su condición de potencia nuclear, exigiría de Musharraf un giro copernicano y su vuelta a los principios constitucionales y las reglas del juego democráticas. Pero no hay indicios de que vaya a transitar ese camino.

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