El malestar de Cataluña
Algo no funciona en Cataluña. Aeropuerto, Cercanías, suministro eléctrico... Son muchas crisis acumuladas en menos de un año. El malestar crece: hay un runrún de descontento en la sociedad catalana que tarde o temprano alguien lo va a pagar. Repasando la prensa catalana, todas las crisis llevan al mismo punto: Cataluña está abandonada en materia de inversión y, por eso, las infraestructuras van estallando una tras otra. Estos días los periódicos repiten unas cifras: Cataluña paga el 25% de la factura eléctrica y recibe el 15% del dinero destinado a inversión en la red de distribución. Siempre he dicho que la independencia de Cataluña nunca será por razones ideológicas o identitarias, sino por cuestiones de dinero y de sensación de trato discriminatorio.
La electricidad es el servicio básico más importante y más complejo a la vez. El vendaval ideológico de las últimas décadas, que ha hecho de lo privado la panacea universal y de lo público el símbolo del parasitismo, se ha estrellado en esta materia. Al tiempo que se ha llevado por los aires a una figura muy importante de la cultura democrática: el servidor público. Hay servicios esenciales para los que la dependencia de la cuenta de resultados no parece la mejor garantía. Y más aún cuando las compañías operan en régimen de monopolio -como es el caso de Red Eléctrica Española-, o casi -las distribuidoras- sin posibilidad alguna de que los ciudadanos opten por buscarse la vida en otro lado. El resultado es que, cuando se produce la situación de crisis, inmediatamente se entra en el carrusel del traspaso de responsabilidades; de una empresa a otra, de las empresas a la Administración pública y de la Administración pública a las empresas, y de una Administración a otra. Lo cual sólo sirve para aumentar la confusión, en un régimen ya de por sí confuso, gestionado por empresas privadas pero con tarifas fijadas por el Gobierno. En este surrealista panorama, en unos tiempos en que los dirigentes políticos se han convertido en el chivo expiatorio universal, son ellos los que acostumbran a llevarse la mayor parte de los palos, cuando muchos de ellos, en este caso, deberían caer sobre las empresas responsables del suministro.
Las responsabilidades parecen bastante claras. El problema es imputable, en grados distintos que ya delimitará la autoridad competente, a las dos empresas privadas: Red Eléctrica Española y Fecsa-Endesa. Y es a ellas a quienes los ciudadanos deben dirigirse para defender sus derechos lesionados. Sería un buen signo que los ciudadanos apretaran las clavijas a quienes deberían tener la red energética en condiciones y no la tienen, en claro incumplimiento de sus obligaciones.
Después de las responsabilidades empresariales vienen las políticas, que también existen. Primero, por falta de autoridad sobre las empresas. ¿Por qué no exigen una segunda red de emergencia? ¿Por qué no vigilan el estado de la red? Segundo, por la eficacia en la atención y ayuda a los ciudadanos cuando la crisis se produce. Y aquí es donde llueve sobre mojado. La ciudadanía vive con la sensación de que algo falla en el mando, independientemente de la responsabilidad concreta de cada momento, cuando se repiten las crisis con tanta frecuencia.
Y es entonces, cuando la gente hace la amalgama y el cabreo se traduce en malestar político. En la sensación de que el árbitro no es imparcial. Lo cual no deja de ser una consecuencia de la peculiaridad del sistema autonómico español. El Estado de las autonomías está muy descentralizado en el gasto. Pero lo está muy poco políticamente: las principales decisiones todavía se siguen tomando en Madrid. Como consecuencia de ello, lo simbólico y lo identitario pintan poco. Mucho ruido y pocas nueces. Al fin y al cabo, la fuerza de la tan pregonada nación catalana depende fundamentalmente de una cosa: de que el número de diputados catalanes que haya en el Parlamento español sea imprescindible para formar una mayoría de Gobierno. Así las cosas, no es extraño que el caos se convierta fácilmente en malestar político. Y el malestar proporciona, a veces, sorpresas electorales.
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