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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Del Turia al Río de la Plata

En Barcelona, invariablemente los jueves por la noche, la acera montaña de la calle de Còrsega -entre el paseo de Gràcia y Pau Claris- se llena de individuos peculiares. Casi todos llevan colgando una bolsita -de tela los más finos, de plástico los desaliñados-. Ellas van arregladas, con medias negras, faldas de vuelo o ajustadas con generoso corte hasta lo alto del muslo las más atrevidas, tejidos vaporosos, escotes sobrados, bien peinadas, con perfume, maquillaje, plancha y bisutería. Ellos suelen ir más tirados, aunque hay curiosas excepciones. Unos y otras pasan decididos por delante del casposo Imperator y no se inmutan, continúan adelante. Entran justo al lado, en el 335, donde ondean tres banderas: la española, la catalana y la valenciana. En la puerta se anuncia un sustancioso menú, con todo tipo de paellas incluidas, pero las noches del jueves, en el piso principal de la Casa de Valencia, apenas se sirven comidas, a pesar de que el aroma de hierro quemado, marisco y sofrito impregnen sus paredes.

El hall restaurante está medio vacío porque todo el mundo se abalanza hacia la sala de actos, de pulido suelo plano y media penumbra, presidida por un gran globo de espejitos que destellan en la media oscuridad, al estilo de Warhol. Hay que pagar seis euros en la mesita situada a la izquierda del cancel. Está abierto a partir de las diez, pero es a las once y media cuando el local está en su plenitud y no se cabe. Desde la puerta se oye la música y no son pasodobles falleros, sino tangos, valses criollos y milongas. La hilera de sillas que perfila el local está totalmente ocupada por bolsos, chaquetas y jerséis o por algún caballero y muchas señoras que esperan el signo de algún partenaire para salir airosos a la pista. Sentarse sólo a observar es prácticamente imposible. Si se va por pura curiosidad es difícil permanecer demasiado tiempo, dado que es una fiesta a la que no se está invitado si no se sabe el código adecuado. Y es que la milonga de la Casa de Valencia es para ir a bailar, como casi todas las milongas, que es así como se suelen llamar a los sitios donde se baila el tango argentino. Para mirar ya están los tangueros de la calle que emboban a turistas y paseantes con sus cabriolas imposibles y amaneradas.

El tango, a pesar de tener más de 100 años y de su rigidez y acartonamiento exagerados, aún ejerce una increíble fascinación, con su ritmo cortante y arrebatador, las letras pasadas de vueltas, la enorme dificultad a la hora de practicarlo y su relativa falta de pudor dentro de lo políticamente correcto. En Barcelona hay muchos lugares donde se baila, pero el de la calle de Còrsega -guiado por la encantadora morocha Antonia Barrera- es el de más continuidad y solera, el que tiene mejor música y el más concurrido, como si se tratara de una estupenda y genuina confitería bonaerense. Gran parte de los asistentes son argentinos, se nota por la musicalidad del lenguaje, aunque hay bastantes catalanes chiflados -aquí la tradición tanguera también es casi centenaria- y algún que otro extranjero de paso, fanático ¡cómo no! de la música porteña. La capital catalana está muy bien considerada en la ruta mundial del tango. Excepto en agosto, cada día hay una o dos milongas abiertas, se imparten clases por doquier y se organizan varios festivales: el más destacado es, sin duda, el de Sitges, que se celebra estos días con carácter internacional y orquestas en vivo.

La Casa de Valencia no cierra por vacaciones -igual que la milonga improvisada y gratuita del quiosco de La Ciutadella de los domingos a las siete de la tarde. Cada jueves por la noche en la calle de Còrsega se oficia y oficiará la curiosa ceremonia del baile, con guapas bondadosas que acceden a bailarines torpes; otras perversas y soberbias con pánico al ridículo que, cada dos por tres, declinan el acceso fácil a la espera de un príncipe azul, que también los hay; hombres feos pero hábiles; niños lindos que se mueven mirándose al espejo; señoras bien dispuestas para aprovecharse de cualquier oportunidad; solitarios que se consumen escuchando lágrimas de alcohol y rencor; jovencitas ingenuas que aún no han estipulado jerarquías, y gente que baila como puede y con quien puede, para pasárselo bien, al margen de las miradas inquisitoriales de los numerosos entendidos y maestros que pululan por el lugar.

El evento llega a su clímax justo a medianoche, con lucidas tandas de Osvaldo Pugliese, de música lenta, romántica, melancólica y desmadrada hasta la médula, ideal para hacer figuras: ganchos, sándwiches, voleas, arrastres, pirámides, ochos cortados y medias luna. La sala se convierte entonces en una gran pista de autos de choque a cámara lenta en la que hay que esquivar vecinos atolondrados, idos o demasiado impertinentes. Pero no hay conflicto, sólo tropezones, pisadas y algún que otro doloroso golpe de tacón, por lo general, a costa de las mujeres aun a pesar de la autodefensa de sus peligrosos zapatos de aguja. Hacia la una y media de la madrugada, la música se atempera y se va despejando la sala. Los asistentes se cambian de calzado y lo guardan cuidadosamente en sus respectivas bolsitas; algunos se besan y se despiden, otros se van sin más. Al cabo de poco todo está vacío. Pero la noche siguiente, la otra y la otra, habrá más milongas y casi la misma gente continuará yendo de aquí para allá, buscando ese placer inexplicable, de pura felicidad, glorioso, fugaz y casi sexual, que puede causar un buen tango bien bailado.

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