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Quién será el facineroso

Javier Marías

Ya no sé si es cosa mía o si ustedes también lo habrán observado, pero cada vez que se asoma a la televisión un abogado (bueno, seamos justos: casi cada vez), tiene una pinta de facineroso que uno duda, en primera instancia, si es el defensor o el acusado, o el primo o el cuñado de éste, parientes que, no se sabe por qué, tienen tendencia a ejercer de portavoces en todos los casos, sean delictivos, de mero escándalo o de famoseo. Uno se imagina que esos abogados son los sucesores de los antiguos picapleitos, es decir, de aquellos individuos que, según reza el diccionario, carecen de pleitos y andan buscándolos, o bien son "enredadores rutinarios". Aunque el DRAE añade una acepción "anticuada": "Hombre embustero, trapisondista", que, lamento decirlo, suele ser la que más cuadra a estos letrados españoles actuales. Como la mayoría de los procesos a los que la televisión hace caso son sórdidos y a menudo folklóricos, uno piensa que los encausados han buscado entre sus amistades, y así, el defensor de un bailaor aparece con unas patillas en hacha y un pelo corto por delante y largo por detrás que es el colmo del garrulismo; el de un marbellí de alto rango se presenta con camisa y corbata rosa (o moradas, o verdes) y con los dedos llenos de alhajas; el de un presunto violador en serie, nos mira desde unas enormes gafas de violador vidrioso (que ahora vuelven a llevarse mucho, a lo Umbral o John Major, para entendernos) y con el cuello sudado como si viniera de un forcejeo; y el de un etarra, por supuesto, a menudo se nos disfraza de proetarra, con peinado vasco-frailuno, camiseta con lema y pendiente en una oreja. "Bueno, cada cual echa mano del abogado que tenga más cerca o del que le vaya a cobrar menos; gente titulada, sí, pero que pertenece a su círculo", piensa uno. "De ahí, quizá, que los defensores tengan con frecuencia esas pintas, tan malas como las de sus defendidos".

Yo me lo explicaba de este modo hasta que empezó el juicio del 11-M y tuve ocasión de ir viendo a un montón de ellos de procedencias diversas, y además no sólo a abogados, sino también a fiscales. Y, con alguna excepción, uno se pregunta al contemplarlos qué clase de tropa es ésta, y en manos de quienes está la justicia. La mayoría de los letrados que hemos visto intervenir en este caso (y eso que iban togados, lo cual los ayudaba a disimular un poco) tenían el mismo aspecto que los más "folklóricos", esto es, de facinerosos cuando no de patibularios. Hablaban fatal y se explicaban peor, como verdaderos analfabetos funcionales; se mostraban incapaces de resultar coherentes, argumentaban como cabestros, soltaban impertinencias, sandeces y desvaríos sin cuento (y eso que el juez Gómez Bermúdez los ha atado bastante corto, más vale no imaginar lo que habríamos oído con una autoridad menos cortante). Hemos asistido, además, a actuaciones insólitas en el sentido literal de la palabra, es decir, seguramente sin precedentes en la historia procesal del universo: acusadores que sólo trataban de exculpar a los acusados en vez de procurar su condena, para lo que se supone que estaban, o habían sido contratados; o que trataban de inculpar a gente que no se sentaba en el banquillo porque no había habido prueba alguna contra quienes esos acusadores deseaban culpar por encima de todo. Los abogados de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, en particular, han acabado de hundir en el desprestigio a esta un día respetabilísima organización, como si no bastara con el que desde hace años le ha traído el señor Alcaraz, su irrazonable jefe. Ha dado la impresión de que a muchos de los letrados de este juicio la verdad les traía sin cuidado, y, más grave aún, que ansiaban ver a los presuntos culpables exonerados y en la calle, para que repitieran la faena de Atocha; porque cada vez se olvida más que las condenas no buscan sólo el castigo por el delito ya cometido (en esta ocasión ciento noventa y un muertos y miles de heridos), sino, quizá en mayor grado, la evitación de otros delitos a manos de los mismos (aquí, que no puedan volver a poner bombas los encausados). Y sin embargo han sido muchos los fiscales o abogados ?y periodistas no digamos? que sólo han buscado la liberación y reincidencia de los sospechosos. Algo increíble, y criminaloide.

Quizá resulte anticuado, pero soy de los que creen que las pintas de las personas, y su manera de expresarse, dicen mucho acerca de ellas. En realidad -me doy cuenta- no soy anticuado ni nada, porque todos nos fiamos enormemente de lo que percibimos al primer golpe de vista. ¿Quién no se ha cruzado alguna vez de acera, o ha apretado el paso, al ver las pintas de quienes le venían de frente por una calle? ¿Y quién no ha pretextado cualquier excusa inverosímil para apartarse de un sujeto por su manera de hablar, o por el léxico que empleaba? Yo supongo que en España existen abogados y fiscales más articulados, más racionales, más cultos y civilizados que los que suelen asomarse a nuestras televisiones. Más nos vale, y que no sean todos émulos de aquel Rodríguez Menéndez. Pero, a tenor de las muestras habituales, y de gran parte del ya famoso elenco del juicio del 11-M, el gremio parece encontrarse en tal estado de deterioro y bajura como para ir pensando en defendernos solos, cuando por fin nos detengan por algo.

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