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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lizartza

Las palabras no se ajustan a su significado exacto cuando quien las pronuncia insulta y se siente seguro de formularlas sabedor de la violencia que le respalda. Al ver imágenes como las del pasado lunes en el Ayuntamiento del pequeño municipio guipuzcoano de Lizartza, resulta evidente una vez más que la democracia continúa sin desarrollarse plenamente en Euskadi. Está llena de tumores, de miedos y de intolerancia de unos cuantos. La nueva alcaldesa, Regina Otaola, militante del PP, como los otros seis ediles de su partido que integran el Consistorio, tuvo que jurar protegida por agentes de la Ertzaintza. Dijo que asumía el puesto para "recuperar la democracia" y "asegurar la libertad" de unos vecinos "rehenes del totalitarismo etarra-batasuno". Los batasunos, a su vez, contrarrestaban el discurso tildándola de "fascista y ladrona". Se arrogan la única legitimidad representativa pese a que sus listas, con la marca de ANV, no fueron autorizadas. Al igual que en otros ayuntamientos consideran que los votos nulos les confieren el derecho a gobernar. La filosofía de la izquierda abertzale es perversa, porque desde la ilegalidad actúa como si fuera una fuerza legítima y sin que muchos de sus actos tengan una respuesta policial y judicial.

Lo más triste de este episodio es que el primer partido vasco, el PNV, desertó de las urnas el pasado 27-M en Lizartza para evitar que se repitieran los ataques a los que se vio sometido en 2003 Joseba Egibar, que fue elegido alcalde. El líder peneuvista guipuzcoano optó por abandonar la alcaldía. La actitud de Otaola es valiente, aunque muy probablemente será difícil que el PP pueda gobernar en un pueblo donde se le tacha de "nazi" y el peor de los insultos es "ser español".

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