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Tribuna
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Lo que espera la nación

Resumiría en dos palabras lo que esperan los españoles de sus actuales dirigentes políticos: ilusión y sentido del Estado. Y me atrevería a añadir que el debate sobre el estado de la nación no debería defraudarles.

Los españoles tienen derecho a asistir a la competición, y a la correspondiente puesta en escena, de dos concepciones de la política que lidien por la centralidad democrática y por el espíritu libre y constructivo. No se merecen ni un Gobierno anclado en la bienaventuranza perpetua de lo ya realizado; ni una oposición que, tras estos años de malandanza parlamentaria, vuelva por los cerros de Úbeda mencionando al maligno, o sea, todo aquello sobre que el Gobierno se rinde a ETA, el Gobierno fragmenta España, el Gobierno entrega Navarra, estamos en guerra en el Líbano... Esto es lo que no puede ser, esto es lo que los españoles no se merecen: un baile de máscaras del absurdo, un festival de viejas resonancias medievales, un sinsentido como festín parlamentario antecesor de una furibunda canícula.

España sigue siendo un proyecto de vida en común. La imagen orteguiana me parece que sigue teniendo un valor taumatúrgico de concentración nacional, de ideal colectivo que nadie tiene derecho a malbaratar. El Gobierno de España tiene la obligación de decirle a los españoles cuál es, en este momento, su proyecto nacional: qué país desea, qué políticas practica, con qué políticas se quiere comprometer. La oposición parlamentaria, especialmente el Partido Popular, debe hacer lo propio: explicar las líneas fundamentales de su proyecto político para el inmediato futuro de España, presentar alternativas reales en todos los ámbitos de la vida pública: la seguridad, la política antiterrorista (apoyando, eso sí, de forma expresa al Gobierno de la nación), la política social, la política educativa, la política europea...

Por cierto, respecto de esta última, una anotación: es pasmoso que el PP no apoye la opción del Gobierno de España en la Unión Europea. Cuando el presidente Zapatero está cerca del presidente Sarkozy y de la canciller Merkel, Rajoy declara sentirse a gusto con los gemelos polacos. Grave error de perspectiva. España es un país del sur de la Unión Europea, debe trabajar, como en los mejores tiempos de Felipe González, con el eje franco-alemán. Sin supeditarse a la acción exterior de esos dos grandes países europeos, pero sí procurando sintonizar con ella cuando, como es frecuente, coincide con nuestros intereses.

España votó a la Constitución europea (incluido el Partido Popular), y eso condiciona la acción, acertada, del Gobierno en lo que se refiere a la concertación comunitaria para la redacción de un nuevo Tratado de la Unión, al igual que debería condicionar la acción de la oposición. La política exterior española debe serlo común: centrada en el tronco político de la Unión Europea (Francia y Alemania), abiertamente europeísta y moderadamente atlantista. Y esto es algo que debería ser sustentado por el PP.

Los grandes países se definen por el esfuerzo concertado por integrar la nación, tanto interna como externamente. Por eso, el Partido Popular no tendría que seguir insistiendo en la inexistente quiebra del pacto constitucional. Ésa es una opción muy de derechas, sí, pero escasamente conservadora. Al contrario, corresponde a los partidos de ámbito nacional hacer el mayor esfuerzo de diálogo y consenso para conseguir una integración cada día mayor del cuerpo político de la nación, por difícil que esto haya sido históricamente y aunque siga siendo, como es, una asignatura española renovable prácticamente a diario.

Acusar al Gobierno de desgranar España es una barbaridad de una magnitud incalculable, precisamente cuando viene de una fuerza política, el Partido Popular, que debería colaborar siempre para que esa difícil y compleja integración histórica sea cada día mayor y más relevante. En ese sentido, los nacionalismos no son enemigos de la democracia española; son parte de la nación española. Y como tales deben ser considerados y tratados. No son un defecto, son un componente importante de determinadas partes del territorio nacional. Por ello no pueden ni deben ser rechazados por gobierno alguno, ni por oposición que se precie.

En cuanto al terrorismo, la nación espera la altura y la generosidad democrática de toda su clase política, nacionalistas incluidos. En este preciso momento, esto se traduce en soporte al legítimo Gobierno de España en la lucha contra esa lacra. Es lo que hay que hacer y lo que se hace en todos los grandes países de la Unión Europea. Y es lo que cabe exigir con claridad a la principal fuerza de la oposición parlamentaria. Más claro todavía: entre las explicaciones de Gara y las del Gobierno español, siempre hay que estar al lado del Gobierno español.

Hablaba antes de la ilusión. España necesita escuchar esa palabra de su Gobierno y de su oposición. El Gobierno debe intentar ilusionar al país con la ambición de su legítimo proyecto político. La oposición, también, con la solidez de su crítica, su compostura política, su sentido del Estado y la solvencia de su argumentación.

La derecha española actual, el Partido Popular del señor Rajoy, debe recuperar su sentido del Estado. Porque la oposición es parte ineludible del Estado y no se entiende sin éste; ni éste, en democracia, sin ella. Están de más los gritos, las descalificaciones, las alharacas sin sentido. Los españoles calibrarán acertadamente, estoy seguro, todos los intentos que hagan el PP y el señor Rajoy en este sentido, y le demandarán todos los demás. Digan lo que digan algunos consejeros, no siempre bienintencionados, de la oposición.

Creo que los españoles esperan tanto del Gobierno como de la oposición que en este debate sobre el estado de la nación expresen ilusión, esperanza en el futuro de España, propuestas concretas y sentido profundo del Estado. Están en su derecho democrático.

Joaquín Calomarde es diputado en el Congreso por Valencia, adscrito al Grupo Mixto.

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