Condenas de amor
Es hora de comer. Y los visitantes deben abandonar la cárcel de Picassent (Valencia). El director de cine Carles Bosch y parte de su equipo de la productora Bausan se han acercado hasta este entramado de módulos blancos avejentados, muros de hormigón y cielos de alambrada para invitar al preso José Antonio Martín Gardoqui al próximo estreno del documental Septiembres -segundo largometraje del realizador, tras Balseros (candidato al Goya en 2004)-, del que es protagonista. Para salir de allí hay que recorrer pasillos, atravesar puertas y controles, y en un momento dado, Gardoqui -el cuerpo de Gardoqui, en realidad- se para en seco de forma automática; permanece quieto, solo, como imagen congelada, mientras la última verja, verde, se va cerrando, lenta, ante sus ojos color de agua.
"Los contactos están regulados. El vis a vis es como mínimo una vez al mes; el máximo se deja al criterio del centro"
"Todo me sabe a amor' es una canción que escribí para mi mujer, Rocío. Ella me espera, sí; pero no todas aquí lo hacen"
Entre los que se marchan está Fortu, su novia, mujer de más de cuatro décadas, rubia, menuda, de labios delineados al estilo telenovela; ella es su conexión con el exterior, su motor, su preocupación también. "Sólo te tengo a ti", le ha dicho él durante la visita. "Mírale, me he buscado un hombre estropeado", bromea ella cuando Gardoqui cuenta que se siente un tanto enfermo y desanimado por culpa del colesterol y otros males "internos y externos".
Fortu, siempre activa, animosa, viuda, arrollada por la vida, pasó 22 meses internada en la prisión de Soto del Real (Madrid) por culpa de las drogas ("un gramo y medio llevaba; para mi hijo; ahora está aquí, en preventivos"); allí, por carta primero y luego "en vivo", se conocieron.
Pero ahora Gardoqui no quiere trasladarse a Madrid al estreno; no desea sufrir "esa cosa inhumana que son las conducciones". Semanas enteras ("por cuestiones de seguridad y organización", explican en la misma prisión) puede durar el ir y venir de una cárcel a otra: presos encajados en habitáculos agobiantes dentro de un furgón de la Guardia Civil y con el temor de perder hasta la celda de origen, la cama, el compañero... Lo único que poseen "propio, personalizado", dice Gardoqui.
Una contrariedad. Él es pieza fundamental en el debú del documental. Porque Septiembres trata de Gardoqui mismo, de su vida y amores de hombre privado de libertad, y de las historias sentimentales de otros nueve encarcelados como él que se retratan durante un año. "Cuando llega septiembre, las cárceles de Madrid eligen a su mejor cantante. Los vencedores acuden, días más tarde, a la Gran Final del Festival de la Canción, donde deberán competir con los reclusos y las reclusas que representan a otras prisiones". El premio: 200 euros (codiciado: los recluidos cobran al mes unos 130). Así comienza el filme. Y ese acontecimiento es la excusa elegida por Bosch para rodar (del septiembre de 2005 al de 2006) una suerte de banda sonora de sentimientos que se van hilvanando con las letras de las canciones ensayadas... Desde el 19 días y 500 noches, de Sabina, hasta el No estamos locos, de Ketama, o La chica de ayer, de Nacha Pop, con la que Gardoqui concursa y que Fortu escucha entusiasmada...
Cuando ella quedó libre, Gardoqui se mudó de Soto a Picassent. "Sólo para tenerla cerca", asegura este hombre enjuto que viste las deportivas que un día, durante la filmación de Septiembres, Bosch le regaló, y observa ahora a los que se van, a los que cruzan controles que él no podrá traspasar hasta dentro de mucho; un gesto abatido que viene a decir: "Aquí me quedo otra vez". Tiene 53 años, fue batería del grupo Burning y se quemó, como tantos, al calor de los años ochenta: ha pasado 20 en un ir y venir de detenciones; está condenado hoy a 15 por atraco. Lleva tres. Y si se oyera música de fondo en este instante, sería, seguro, bien triste. Basta observar el rostro apagado de Bosch y la contrariedad pintada en los ojos azules enormes de Fortu. Bosch sólo dice: "Siempre igual cuando te despides; esa sensación de impotencia...".
¿Cómo nació la idea de la película?
"Un amigo mío casado acabó en la cárcel en Italia. Y su mujer no pudo encontrarse con él, allí no había vis a vis, ninguna posibilidad de tocarle, acariciarle, besarle...", dice Bosch, periodista, corresponsal de muchas guerras, reportero del 30 minuts de la Televisión de Cataluña, entre otros. Otra inspiración le llegó al proyectar un día Balseros a un grupo de reclusos. Recuerda el realizador y guionista que oyó conversaciones del tipo: "Todo va mal: mi mujer se ha ido con otro". Y pensó: "Qué putada estar separados tantos años; qué cantidad de miedos, de dudas: ¿encontrará a otro?, ¿durará el amor?...".
Casi 66.000 personas, entre penados y preventivos, habitan hoy en las 77 cárceles españolas, la mayor tasa de encarcelados del entorno europeo. "El universo humano que habita nuestras prisiones no es ajeno al mundo en el que vivimos", dijo Mercedes Gallizo, directora general de Instituciones Penitenciarias. Pero sus relaciones sentimentales, sus preocupaciones, poseen características especiales: amores que se viven dentro con mucha intensidad (Fortu lo dice bien: "Allí dentro se quiere enseguida...") y otros que se dejan fuera con dificultad y originan gran sufrimiento, sean de pareja o familiares: la añoranza de los hermanos, hijos, padres, maridos, esposas, amigos... Esa red que sustenta y se resiente o se rompe, a veces para siempre, con la lejanía.
"La vida de los familiares es durísima. ¿Qué será de ellos? ¿Resistirán?", se pregunta Bosch. Gardoqui lo define mejor que nadie: "Se lo digo a Fortu, que se busque a otro... 'Quítate pájaros de la cabeza', le digo. 'Está bien que esto lo sufra yo, pero ¡con lo que me queda! ¡Esto no tiene futuro! ¿Por qué tienes que estar en la puerta de la cárcel cada día?". En cada castigo, en cada pena, por extensión, resulta damnificada la familia entera: seres queridos a los que el preso no puede llamar, con los que no puede hablar cuando lo desea, ni desahogarse; ni ser llamado, contactado, escuchar o servir de desahogo a ninguno de los suyos...
No hay datos, naturalmente, del número de amores, ni de parejas, ni tampoco de cuántas bodas se celebran en total dentro de los centros (en Soto fueron 22 en 2006). Pero esa calima de afectos se cuela y caldea los rincones de las celdas, se pega a las sábanas de las literas, a las fotos colgadas por las paredes, a las cartas de los que se añoran... Se aprecia en las manos que se tocan sin rozarse a través de un cristal en los 40 minutos de locutorio que establece el reglamento y en los cuerpos que se abrazan de verdad durante los encuentros íntimos, los de familia, las convivencias...
"Todos los contactos están regulados. El vis a vis tiene una frecuencia mínima de uno al mes, y la máxima se deja al criterio de los centros. A veces son premios por buena conducta", dicen en la Dirección General de Instituciones Penitenciarias (DGIIPP). Un rastro de sentimientos entre rejas que se puede seguir por las estadísticas. "Comunicaciones celebradas en 2006 en los centros que dependen de la DGIIPP (menos los 11 de Cataluña): íntimas, 118.711; familiares, 194.550; de convivencia, 16.446; ordinarias, 642.550; telefónicas, 8.405.261; escritas, 1.337.153". Más de ocho millones de llamadas, más de un millón de cartas repletas de palabras, mensajes de dentro afuera y viceversa? Un festín sentimental captado primorosamente en Septiembres.
"Que sean culpables o no, es igual, tú no les juzgas... Son seres humanos, y lo que deseas tras compartir este año de rodaje es que salgan lo antes posible. Ésa es la conclusión al ver la película; ésa fue la conclusión al hacerla", sigue Bosch. Septiembres ha recibido ya premios -el del jurado en el Festival de Miami, por ejemplo, allí donde alguien del público les soltó: "Ojalá que la pasen aquí, en EE UU. Los centros que se ven en el filme están a años luz de los norteamericanos... Y muestra cómo no es necesario que a los presos les ocurran dramas dentro o les coman las ratas para captar su sufrimiento por la falta de libertad. Ojalá les vaya bien a todos".
En la prisión de Valdemoro se puede comprobar cómo le va a otro de los protagonistas, Arturo Jiménez Muñoz, privado de libertad por tráfico de drogas. Allí se repetirá la misma escena de encuentro ilusionado y despedida dolorosa que con Gardoqui, cuando Bosch y sus ayudantes, Judith A. Riera y Anna Guitart, después de saludarle, de abrazarle, de admirarse por los 20 kilos que ha perdido, de preguntarle por los detalles últimos de su vida de encierro, de desearle lo mejor, desaparezcan por el pasillo infinito, oscuro, desangelado, como fabricado así para ser filmado un día y resultar escenario carcelario perfecto.
"Aquí no se pueden hacer fotos", avisan los funcionarios camino de la celda de Arturo. Allí se ven la capilla repleta de fieles -la mayoría, del este de Europa, que rezan bajo grandes letras en la pared. "Éste es mi hijo amado, escuchadlo...", se lee-, los talleres, el comedor, el patio repleto de hombres y fútbol... Muchas manos inactivas, muchos ojos que miran, muchos guardias, mucha reja, mucho silencio. La celda de Arturo es espartana: dos catres, un váter común, un collage de fotos de coches, retratos de la esposa y los hijos guapísimos... Y la ropa del compañero de encierro colgada a secar a lo largo del muro.
Arturo, moreno, de elegante porte gitano, podría entonar el Vivir sin aire, de Maná, que tanto le gusta, mientras regresa, pasillo gélido abajo, hasta el salón de actos, donde ensaya con los miembros de su grupo: El Inglés, El Alemán... Cada uno una historia, una condena. Y cuenta que allí dentro lo peor es la cabeza, lo psicológico, la monotonía; que a él la música y el programa que tiene en Radio Activa, la emisora de la prisión donde pone flamenco y toca sus temas, le salvan. "Tengo ya 10 canciones y una maqueta. Todo me sabe a amor es mía. La escribí para mi mujer, Rocío", dice. "Ella me espera, sí; pero aquí no todas lo hacen", afirma. Casados muy jóvenes bajo el rito gitano, para Rocío, su marido es "el mundo entero", dirá luego en su casa, rodeada de sus tres hijos mayores y con el bebé, Israel, concebido en un vis a vis, en sus brazos. Arturo lleva la imagen de la esposa tatuada. Y ella, a él, enorme, en el pecho izquierdo, sobre el corazón.
Israel vive fuera de la cárcel. Cristian Flores, dentro. Éste es uno de los casi 200 niños que conviven hoy con sus madres y/o padres en cárceles españolas.
Una isla de vida en común. Así es el módulo de familias, en la prisión de Aranjuez, por el que han pasado un centenar de parejas desde que se abrió, en 1998. Hasta allí se acerca también el equipo catalán. Porque en febrero pasado nació Cristian, hijo de la rubísima Estefanía Maestre ("soy la oveja negra de mi familia", condenada a nueve años por delito contra la salud pública), de 21 años, y Cristian Flores (10 años por agresión), de 24. Se conocieron entre rejas, se enamoraron, se casaron, tienen descendencia... Y se encuentran ahora en periodo "preconvivencial", de prueba, explica el director de la prisión, Matías Muñoz, "porque hay veces que la relación no es verdadera o no funciona". Éste es un edificio más abierto y espacioso, más colorido y luminoso; lleno de parejas (ahora son 14) que pasean abrazadas y niños que chillan y ríen, componiendo una sintonía distinta de la que se oye en otras zonas penitenciarias; un sonido que marca una vida cotidiana más normalizada, más humana.
Gracias a la visita del equipo de Bosch puede Cristian subir por vez primera a la habitación ("un chabolo doble", lo llaman) donde viven ya su mujer y su hijo: exterior, blanca, con dos dependencias, baño, estante para la ropa, una cunita... Ella la ha decorado con telas, cojines y objetos infantiles. Un hogar dentro de la prisión toledana, en un proyecto pionero que pretende facilitar, normalizar las relaciones familiares durante el internamiento. El niño podrá estar allí, con ellos, hasta cumplir los tres años, según establece la ley. Luego, deberá vivir fuera y todo cambiará para el matrimonio: volverán a ser internos solitarios.
Hora de comida de nuevo. Estefanía se despide con un movimiento leve de cabeza y un entornar breve de sus ojazos claros, que ya sólo tienen sitio para su nuevo amor, el recién nacido al que lleva en sus brazos.
Gardoqui tiene al suyo fuera. Fortu va y viene a verle, incansable, a bordo de su coche añoso en el que resuena la voz de Isabel Pantoja narrando las cosas del querer: "El amor no sabe de razones, el amor no sabe de esperar...". A Arturo lo esperan su esposa y sus hijos, que crecen y se pierden al padre cada día. "Con lo que me necesitan ahí fuera... y yo aquí", susurra él. Y sueña con pasear con ellos, con organizar barbacoas a orillas del Alberche. "Veréis cómo cocina mi mujer", invita a todos.
Y Bosch alude a la sinrazón de muchos detalles en la organización del sistema penitenciario ("¿Qué sentido tiene alargar las penas sin parar? ¿Hasta llegar adónde?"), a la inoperancia de un sistema en el que los presos sólo son números, carpetas, y donde incluso, no todos, pero sí "muchos de los profesionales implicados -psicólogos, médicos o asistentes sociales- no creen en la reintegración, ni en el cambio, ni en el arrepentimiento". ¿Servirá para algo su documental? "Si es para que los cagaderos sean individuales; los locutorios, mejores; la comida, más comestible; las salas de vis a vis tengan toallas; para que se pueda llamar por teléfono y ser llamado... Si sirve para mejorar algo de eso, habrá merecido la pena". De hecho, ya ha servido. La directora Mercedes Gallizo vio el filme y descubrió cosas de dentro que desconocía. Lo afirma, entre alabanzas a la sensibilidad de Bosch para captar la existencia en la prisión: "En Septiembres se aprende que es imprescindible tener ilusiones y esperanzas para vivir. El escenario no es un decorado; ni la vida que en él se mueve, una ficción. La pantalla me enseñó, agrandadas, cosas que están mal y que deberíamos cambiar. Algunas -como los locutorios de Picassent- las reformaremos pronto con una pequeña obra. Otras, costará más tiempo".
Última reflexión: ¿por qué no son mejores las cárceles? "Pero si hasta al ciudadano más conservador, al que tiene miedo de los presos y los quiere apartar u ocultar, incluso le viene mejor, es más seguro para él que alguien salga en buen estado de la cárcel, arrepentido, agradecido, ilusionado, con una segunda oportunidad por delante, que no harto, rabioso, odiando todo, perdido para siempre. Una persona sin esperanza es peor para todos".
'Septiembres', de Carles Bosch, se estrena el 13 de julio en España.
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