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CÁMARA OCULTA
Columna
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Avenida que se va

Han cerrado otro cine, el Avenida de la Gran Vía de Madrid. Se inauguró en 1928 con El ángel de la calle, de Frank Borzage, película que hoy se considera maestra. Luego instaló el sonoro, y en sus fachadas se anunciaron por primera vez de forma gigante las películas de la temporada, entre otras King Kong, que duró en cartel decenas de semanas; también fue local pionero en la instalación del cine en relieve... Como en tantos otros cines de la geografía española, el Avenida mantuvo en cartel durante muchas semanas éxitos que gustaban a todos. Ahora ha muerto en silencio, sin una despedida. Cuando en Barcelona han cerrado cines, algunos les han rendido tributo: ocurrió con el Astoria y el Balmes, que proyectaron como despedida las mismas películas con las que habían sido inaugurados.

El Avenida madrileño venía soportando como tantos otros locales la decadencia del cine servido en grandes palacios, sin combatir la desgana ni recurrir a la imaginación, ¿para qué? A fin de cuentas su espacio urbano valía mucho más que las películas que estaba poniendo, por cierto, dos norteamericanas en el momento del adiós: también Hollywood cierra cines. El Avenida había optado por mantener en la mortecina Gran Vía madrileña el honor de haber sido grande en épocas en que el cine también lo fue, aunque las gentes que hoy pasaban por sus puertas no entendieran tanto orgullo. Todo había cambiado a su alrededor; y el Avenida se mantenía cerrado durante las horas de sol en que su acera bullía de gente, esperando que a las diez de la noche acudiera su público de antaño, cuyos herederos temen hoy a la Gran Vía de noche como a los infiernos. El Avenida, en fin, fue un enfermo que no supo defenderse. A fin de cuentas, su espacio vale un Potosí en estos tiempos del consumo. El vivo al bollo, y aún más si se tiene el beneplácito de las autoridades del municipio.

Pegado al Avenida, también en espera de turno para transformarse en otra tienda de ropa, aún sobrevive el colosal Palacio de la Música, que luce en el suelo de su entrada una gran F, de la marca Filmófono, aquella empresa de Ricardo Urgoiti que hizo películas con Buñuel, creó cine-clubes, importó películas rojas y creó un imperio mediático. Un interesantísimo libro sobre Urgoiti y su obra, Los trabajos y los días, se presentó anteayer en la Filmoteca Española, su editora: merece la pena. Se descubre en él la fascinante personalidad de un empresario cultural que supo afrontar muchos momentos difíciles. Probablemente un tipo así no hubiera dejado que sus cines se marcharan por la puerta de servicio sin honor ni gloria. No era mediocre.

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