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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Una galería de castillos

Entre las galerías de retratos que he podido observar en Barcelona y en otras ciudades, la más tétrica me parecía la de los condes de Barcelona, que baja y baja junto a una anchurosa escalera hasta perderse en los subterráneos del castillo de Montjuïc: aquellos rostros cubiertos con coronas o cascos de apagado fulgor, como espectros en la negrura de la tela roñosa y cuarteada, afloran sobre oscuras galas y gorgueras sucias y presentan, al menos en mi recuerdo, torpemente dispuestos en el óvalo facial, los rasgos ligeramente desplazados: el artista retrató a los condes (más bien los inventó), como si todos, generación tras generación, hubiesen recibido, durante una justa o torneo, un mandoble que les hubiera hundido la frente, desnivelado los ojos, abollado la nariz, aplastado el pómulo, desgarrado el labio o dislocado la mandíbula, e impreso en todo el rostro una expresión tan fiera como melancólica...

En general las galerías de retratos, ya sean la de los sucesivos directores de una academia de las ciencias, de los presidentes de un consejo de administración, de los directores de la Biblioteca Nacional o de los secretarios generales de un glorioso partido comunista de la Europa del Este, parecen invariablemente inmortalizar a seres tarados y amenazantes, peinados de una forma absurda. Y por eso cuando E. W. Mason quiso describir plásticamente, ya en las primeras páginas de Las cuatro plumas, "el peligro de los pensamientos" y la angustia de la responsabilidad del niño Harry Feversham (cuyo apellido alude a fiebre y vergüenza, fever, shame), le hizo pasear de noche, a la luz mortecina de un candelero, por un corredor del castillo familiar de cuyos muros pendían los retratos de sus belicosos antepasados: "hombres de coraje y decisión, sin duda, pero sin sutileza, nervios o el pesado don de la imaginación... Para decirlo con franqueza, más bien estúpidos, pero para Harry todos eran portentosos y terribles".

Ahora los rostros me dan igual, ahora me turba más la galería de castillos, castillos desiertos y ruinas de castillos como estampas de seres desolados, orgullosos, solitarios, pétreos, apartados, la antítesis de los candidatos sonrientes en los carteles electorales y los modelos de la publicidad. Esa galería de almas severas decora la cafetería del Centro Aragonés, la Casa de Aragón, en la calle de Joaquín Costa, 68, que el año que viene cumplirá su centenario. La primera vez que vi esos castillos estábamos alrededor de una mesa con Marc, Yanina y Félix, tres jóvenes sin miedo, planeando un audaz golpe de mano contra el Ateneo; busqué, mirando arriba, inspiración, y me quedé colgado de un castillo. A mis labios vinieron, temblorosos, los tres últimos versos del poema de Hölderlin Mitad de la vida: "Los muros se yerguen/ mudos y fríos, en el viento/ restallan las banderas", y las versiones de otros traductores para quienes el último verso, "Klirren die Fahnen", no se refiere a un drapear de banderas sino al gemir de las veletas, herrumbroso, lancinante: "Los muros se alzan/ Mudos y fríos. En el viento/ Chirrían las veletas". Azúa documenta ambas versiones y las traducciones a otras lenguas (como la de Riba: "Els murs s'estan/ callats i frets, en el vent/ cruixen les banderes") y compara los méritos y exactitud, los matices y sonidos de unas y otras, y argumenta sus preferencias, a favor de las banderas, en un inolvidable ensayo de Lecturas compulsivas.

"Los castillos parecen descubrirnos más allá de sus gestos teatrales un tesoro de inspiraciones que coinciden exactamente con lo más hondo de nosotros". Se puede decir más alto pero no más claro, que lo dijo en 1950 don José Ortega y Gasset. Cada vez me parecen a mí más helados y sin habla, más sombríos, esos castillos pintados al acrílico, esos muros ruinosos, esas masas de piedra orgullosas, firmadas por "Guillermo". Guillermo Pérez Bailo, un excelente cartelista e ilustrador zaragozano, residente en Barcelona, que tuvo su estudio en el 31 del paseo de Gràcia, prosperó durante el franquismo y se jubiló en 1977. Si está vivo tendrá ahora 95 años. En sus mejores décadas se especializó en carteles para las fiestas regionales, municipales y religiosas, y de colectas para el Domund, y en estampas castizas. Como se observa en el catálogo de la exposición antológica que hace 10 años le dedicó el Palacio de Vástago de la Diputación de Zaragoza, destacó en la pintura de tipos femeninos vestidos con atuendos regionales; por cierto que esas imágenes difundían un erotismo perverso, pues Guillermo tomaba como modelo a las actrices de Hollywood, y coronaba sus sonrisas pícaras con peinetas y mantillas.

Según nos cuenta Josefina Clavería, comisaria de la exposición, cuando Guillermo se jubiló pudo dedicarse con más intensidad a pintar paisajes a la acuarela, "pero ahora son los castillos su tema preferido. Le atraen las moles de piedra erguidas a pesar del tiempo. Ejemplos son los siete del centro Aragonés en Barcelona". Loarre, abandonado hace mil años sobre su rocoso espolón; La Aljafería, en terreno llano, como los alcázares de Siria y de Mesopotamia; Sádaba, Monzón, Peracense, Mequinenza, Mora de Rubielos: Guillermo los pintó todos en tonos parduzcos y grises, aislados y arrogantes sobre paisajes de pedregal, propios de los planetas fríos que dan vueltas a soles apagados.

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