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Columna
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Banalidad inoxidable

Que el Guggenheim bilbaíno pague 3.700.962 euros por la escultura Tulipanes -acero inoxidable alto en cromo con laca-, no da pie para que nos revolvamos compulsivos contra su autor, Jeff Koons. Él está en su papel. Pasó de ser un antiguo vendedor de acciones de Bolsa a convertirse de la noche a la mañana en artista, pese a lo cual nunca ha hecho una obra de arte, según el decir de la crítica estadounidense. Poco o nada dotado para el arte, y mucho para amasar dinero, Koons intuyó que el mundo del arte era más propicio para pescar en río revuelto. Y acertó. Una de las pruebas, entre otras, lo demuestra el hecho de haber conseguido que le compren esa pieza tulipanera.

Será difícil encontrar una escultura (es un decir) con tanta falta de vida artística. Resulta un objeto amorfo, cursi, de colores fríos, estridentes, denterosos. No se sabe si es una escultura o un aviso del mejor jabón de baño. Con esa pieza Koons ha logrado 50 ofensas al arte de la escultura de las 50 posibles. Quiere hacer ver que es fino como una aguja, pero le delata su innato mal gusto. Es tan insignificante e insulsa la pieza que ni siquiera quedaría elegida entre las obras más mediocres de las dos últimas décadas.

Por mucho que la denostemos en términos artísticos, la compra millonaria se ha efectuado sin dilación alguna. Por si fuera poco, tiene el apoyo de las palabras emitidas desde la cúpula del Guggenheim, recordando que esta obra de Koons es su más compleja y ambiciosa obra. Pedimos que no se le siga el juego al antiguo vendedor de acciones. No hay que caer en el más simplón de los papanatismos pueblerinos. Para darnos a conocer la idiosincrasia del personaje basta con un breve flas aportado por el estadounidense James Gardner, crítico de arte de National Review: "Koons insiste en que le tomen muy en serio personas que todavía se toman aún más en serio". En este sentido, Oscar Wilde aporta una opinión harto concluyente: "La seriedad es el último refugio de los superficiales".

Ahora lo sustancial es conocer cómo se ha gestado la compra y quién o quiénes lo han decidido. Todo apunta a que la sugerencia o, por decir mejor, la orden viene dada desde Nueva York, aduciendo que le consideran un artista puntero. Si esa fuera la orden dada, lo más indicado hubiera sido desoírla desde Bilbao, oponiéndose razonablemente con contundente rigor, l'ostinato rigore que dijo Leonardo. Sería una manera de dejar sentado que aquí se sabe quién es Koons y su banal preocupación por los gestos vacíos reducidos al absurdo; como se sabe que proporciona con su arte (es un decir) los elementos más banales de la complacencia de la clase media norteamericana. No es posible confundir a los grandes artistas estadounidenses del último medio siglo a nuestros días, como Rauschenberg, Rothko, Guston, Richter, Serra -por citar sólo cinco nombres, entre muchos otros-, con quien tiene la banalidad como el fin del arte, tal Jeff Koons, frívolo, vacuo y superficial como el que más.

Por si esto no fuera suficiente, pido que vaya a verse la pieza con los ojos bien abiertos. Ahí están esos siete tentáculos inertes, coloreados con estridencia al modo de envoltorios de chocolatinas. Su valor visual es insulso, banal, de poca monta e ínfimo interés. Dado su escaso valor estético, duele que hayamos pagado entre todos nosotros esos 3.700.962 euros. No obstante, la ocasión debe sernos propicia para que no se vuelva a incurrir en nuevos errores despilfarradores.

El Guggenheim bilbaíno no puede depender por más tiempo de Nueva York. Precisa nombrar un director artístico independiente, apoyado si fuera necesario por un grupo de expertos, asimismo, independientes. Son diez años de vida demasiado sujetos servilmente a órdenes procedentes de la ciudad de los rascacielos.

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