Sala de máquinas
"Más vale prevenir que lamentar" es un aviso que ha fijado un refrán (en muchas lenguas), lo que significa que los seres humanos lo conocemos desde antiguo, llevamos muchísimo tiempo comprobándolo. Y, sin embargo, en líneas generales, todavía se remedia más de lo que se previene. Se les dedica mucha más atención, debate y recursos sociales a las desembocaduras que a las fuentes, a los efectos que a las causas que los provocan. Lo escribo y el primer ejemplo que se me viene a la cabeza es el de la violencia de género. Mientras las energías institucionales y mediáticas se concentran en el tramo final del asunto, en las medidas de protección y sanción, y en las crónicas de sucesos; mientras se cursan denuncias y se dictan órdenes de alejamiento y condenas; mientras las cámaras de televisión recogen hechos y testimonios de vecinos (mayormente estupefactos, como caídos del guindo), mientras eso sucede, allí arriba, en la fuente, en las permeables, influenciables cabezas infantiles, muchos videojuegos (tremendos) o anuncios de juguetes o representaciones seudodeportivas siguen sembrando la discordia sexista, reiniciando su siniestra causalidad.
La razón de que nos concentremos en los efectos es su alta rentabilidad. Y contra eso el refrán no puede hacer nada, está como quien dice vencido de antemano, porque los refranes se expresarán con mucho sentido común, pero de contabilidad tienen poca noción. En fin, que el dicho se equivoca al colocar el "más vale"; hoy las consecuencias valen mucho más que las causas, mueven mucha más economía. Lamentar sale generalmente más a cuenta que prevenir. Pongamos, sin ir más lejos, el cuidado del cuerpo, la vida sana, el ejercicio. ¿Qué sería de la economía mundial si todos nos pusiéramos de repente a nuestra horita diaria de gimnasia, nuestra ración de fruta y ensalada, por no hablar de la tranquilidad de espíritu? ¿Qué sería de la industria farmacéutica si se acabaran de golpe el colesterol y el estrés? ¿Adónde irían a parar las fábricas embotelladoras de bifidus, omegas, vitaminas, oligoelementos o isoflavonas si la gente sólo se los metiera en el cuerpo por la vía de una dieta equilibrada? ¿Qué sería de los imperios de la cosmética y la cirugía estética si desaparecieran de un plumazo la ingesta superflua, la comida basura o el ocio estático (estatuario)? ¿Cómo podría mantenerse el show business si los ciudadanos se entretuvieran mayormente pensando, si sólo les diera por pasear, escuchar el canto libre de los pájaros o bañarse en los mares sin precio? Estremece sólo de imaginarlo.
Y es evidente que no nos lo podemos permitir. Nuestra economía necesita lamentar; nuestra economía, y con ella nuestro bienestar, florece en las consecuencias negativas, en el michelín, la piel de naranja, el triglicérido, el aburrimiento y la ansiedad (la cuantificación económica del sexismo también la conocemos; se hace pública cada 8 de marzo, y en ocasiones también el Primero de Mayo). Sólo cuando los efectos se pasan de perversos, cuando el gasto que ocasiona una práctica o un producto supera con creces el beneficio que genera, conviene cortar por lo sano (en el sentido más literal del término) e invertir en prevención. Es lo que le ha pasado, por ejemplo, al tabaco, que arroja pérdidas presupuestarias y ya nadie lo puede ni ver. El mensaje es claro y es bueno que lo entiendan sobre todo los jóvenes, que son nuestra esperanza.
Parece que, en ese sentido, el camino está muy bien trazado. Lo digo porque el otro día estaba yo en una de nuestras más prestigiosas universidades. Mientras esperaba a una amiga, empecé a dar vueltas por las instalaciones. Hasta que me encontré con la sala de máquinas -propiamente el motor de nuestra futura economía-: conté veinte, una al lado de la otra, veinte máquinas expendedoras de bollos, rosquillas y palmeras forradas, chocolatinas y galletas de todas clases, zumos y bebidas carbonatadas, pizzas y sándwiches calentados al instante, en cuanto se introduce la moneda y se aprieta el botón. El lugar era, con toda naturalidad, un espacio sin humo.
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