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Reportaje:

Polvo, sudor y hierro

Julio Llamazares

Dice la tradición que Babieca, el legendario caballo del Cid, nació en Babia, en las montañas del Reino de León, y que, antes de pertenecer al mítico caballero, sirvió a un rey moro de Sevilla que presuntamente lo habría tomado como botín de guerra en una de sus incursiones por el norte de la Península. Verdad o no, lo que parece evidente es que Babieca era un caballo muy resistente, habida cuenta del territorio que recorrió en unión de su dueño; incluso, según dice la leyenda, llevando a éste ya muerto.

Este año se cumplen los 800 del Cantar que glosa sus aventuras, y que escribió o copió, no se sabe bien, un tal Per Abbat ?para unos, un abogado burgalés, y para otros, un juglar de Caracena? en Soria, y con ese motivo las diputaciones de las provincias que aquél cita expresamente se han lanzado a promocionar un camino que, aunque complicado y largo, podría competir con el famoso de Compostela a poco que alguien se lo proponga. Belleza no le falta, ni itinerarios por los que poder perderse, ni siquiera leyendas, como a aquél.

El camino del Cid, que es el que el Cantar recoge, comienza en Vivar, en Burgos, el solar del caballero que algunos han querido convertir en la quintaesencia de lo español, de lo católico y de lo ortodoxo, si bien que no fuera así, o por lo menos no exactamente. Español no lo era, puesto que aún no existía España; católico lo fue, pero sin exagerar (ni su actitud ante el enemigo, ni sus servicios prestados a algunos reyes moros casan bien con esa idea), y ortodoxo no lo fue, salvo que por ortodoxo se entienda andar errante la mayor parte de su vida, bien haya sido por decisión propia, bien porque le desterrara el rey, como narra el Cantar en su comienzo. Lo cual no impide que en su Vivar natal le recuerden como a un héroe y, últimamente también, como un motivo de atracción turística. Desde el molino del río Ubierna, heredero del que fuera propiedad del propio Cid, y frente al que una piedra señala la "legua 0" del camino, hasta el vecino convento de monjas clarisas donde se conservó mucho tiempo el manuscrito del Cantar (hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid), todos coinciden en intentar sacarle al personaje el mayor rendimiento posible. El dueño del molino, por ejemplo, da credenciales para el camino al tiempo que atiende el bar que ha montado en su interior; las monjas del convento venden dulces con nombres alusivos al guerrero: tizonas, lágrimas del destierro, mantecadas Doña Sol o panes dulces Doña Jimena, y los demás vecinos, en fin, cada uno a su manera, intentan aprovecharse de la reciente moda cidiana montando bares y restaurantes cuyos nombres y reclamos, unidos a los del Ayuntamiento, han convertido el pequeño pueblo en un parque temático medievalizante y bastante hortera. Todo sea por el Cid? y por la pasta.

Entre Vivar y Burgos apenas distan 12 kilómetros. Doce kilómetros que, en tiempos del Campeador, debían de estar desiertos, pero que ahora cruza una carretera a cuyos bordes crecen las urbanizaciones, sobre todo a medida que aquélla se acerca a Burgos. El Cantar dice que al abandonar Vivar vieron un cuervo a la derecha y que al acercarse a Burgos lo vieron a la izquierda, lo que parece ser era un buen augurio; pero hoy es difícil ver otra cosa que los coches que llenan la carretera. La ciudad, no obstante, no ha cambiado demasiado. Ha crecido, ciertamente, pero su estructura central es la misma que la que encontrara el Cid, arracimada en torno a su catedral, que tampoco es la misma iglesia ante la que aquél rezó antes de partir definitivamente al destierro. A cambio, la actual catedral gótica conserva, en el centro del crucero, los restos del héroe y de su mujer, Jimena, después de permanecer durante siglos en San Pedro de Cardeña, y, en el museo, un arca de madera llamada el Cofre del Cid, en recuerdo quizá de aquellas arcas con las que el Cid engañó a los judíos Raquel y Vidas, quienes creyeron que contenían dinero en lugar de arena, para que les financiara el viaje. Los restos mortuorios, no obstante, no están completos. Falta la tibia que se exhibe ?con documento de certificado y todo? en el vecino arco de Santa María (hoy convertido en museo también) y, por supuesto, los huesos que los franceses se llevaron del sepulcro de San Pedro de Cardeña, y que fueron a parar, por designios difíciles de entender, nada más y nada menos que a la República Checa, donde aún están.

El arenal del otro lado del río Arlanzón, donde el Cid y sus hombres acamparon esa noche, es ya un montón de edificios, y lo mismo ocurre con los demás lugares que el Cantar cita en sus versos. No obstante ello, la ciudad entera recuerda a su viejo héroe, ya sea en los nombres de sus comercios, ya sea en los de las propias calles. Y, por supuesto, en las esculturas que ha levantado en su memoria, y entre las que destaca la ecuestre del Campeador cabalgando sobre Babieca a la entrada del puente de San Pedro.

Así, de la misma forma, tomó, según el Cantar, el camino de San Pedro de Cardeña, el cenobio cisterciense en el que, al decir de aquél, dejó a su esposa y a sus dos hijas al cuidado de los monjes. El cenobio permanece como entonces, en el lugar de beatus ille en el que lo hicieron, y ello a pesar de los avatares que sufriera a lo largo de los siglos, entre los que no fue el menos doloroso el abandono a causa de la Desamortización. Restaurado y habitado nuevamente, el monasterio se ha convertido en la Jerusalén del Cid, con sus recuerdos del personaje, sus leyendas y motivos alusivos (el mismo Babieca, dicen, está enterrado a sus puertas) y, sobre todo, el magnífico sepulcro del Cid y doña Jimena, violentado y expoliado durante la invasión francesa y hoy convertido en un cenotafio. Los monjes que lo enseñan lo hacen en el convencimiento de que, aunque los restos del Cid y doña Jimena yazcan hoy en la catedral de Burgos, sus espíritus siguen aquí.

De San Pedro de Cardeña a San Esteban de Gormaz, ya en la provincia de Soria, el Cantar solamente cita un misterioso "Espinaz de Can", lugar ya desaparecido o transformado en el actual Espinosa de Cervera, al sur de Silos. La toponimia y su antigüedad sin duda juegan a su favor. Así que hay que suponer, a juzgar por la geografía, que el Cid pasaría por Covarrubias, ya entonces plaza importante, y que escucharía a lo lejos el gregoriano silense mientras cabalgaba en dirección al Duero, donde estaba la frontera de Castilla en aquel tiempo. Habían pasado ya siete días de los nueve que el rey Alfonso VI le había dado para abandonar su reino. El paisaje, en verano y en aquel tiempo, debía de ser terrible, como bien imaginó Manuel Machado: "El duro sol, la sed y la fatiga. / Al destierro con doce de los suyos, /polvo, sudor y yerro, / el Cid cabalga". Aunque ahora, en primavera, todo está verde y lleno de flores.

El camino entra en Soria por Alcubilla de Avellaneda, que nada tiene que ver con la del Marqués, que es la que nombra el Cantar, que está pasado ya San Esteban. El paisaje cada vez es más terroso, aunque se dulcifica un poco ante la proximidad del Duero. Todavía es joven a estas alturas y corre sembrando sotos. A San Esteban, el Cid no entró (sí lo haría en otro tiempo y, en los del propio Cantar, sus hijas), pues, aparte de ir con prisa, nadie le iba a ayudar, como le sucediera en Burgos. El rey Alfonso VI así lo había ordenado. Así que, sin ver "la buena ciudad" que el Cantar glosa en sus versos, y en la que se construía entonces el pórtico más antiguo del románico castellano ?el de la bella iglesia de San Miguel?, siguió en dirección al Duero, que cruzó por el vado de Navapalos. El vado hoy lo atraviesa un puente y el pueblo está abandonado (pese a que, desde hace algún tiempo, un alemán intenta recuperarlo, y, con él, la técnica del adobe); todo lo demás está como entonces: el vado, los ruiseñores, los campos llenos de flores, la panorámica atrás, sobre el río Duero? Aquí empezaba la "extremadura", como se conocía entonces al territorio que, despoblado y sin protección, se extendía entre la frontera, que entonces marcaba el Duero, y la sierra de Miedes, en el Sistema Central, ya vigilada por los moros.

Su primera noche en ella, el Cid y sus hombres la pasaron en la Figueruela, un término del actual pueblo de Fresno de Caracena (del que muchos sostienen era el autor del Cantar, por la gran profusión de nombres que da al hablar de la zona), en el que, según aquél, al desterrado se le apareció en sueños el ángel san Gabriel, quien le anunció que haría su viaje con suerte: "Cabalgad, Cid, el buen Campeador / pues nunca con tan buena suerte cabalgó varón?". Así que, confortado, al día siguiente cruzó la sierra de Miedes, cerca de las ruinas de Tiermes, yendo a dar a tierra mora. Lo hizo de noche, para evitar ser visto, y al amanecer estaba ya al otro lado. Era el último día del plazo dado por el rey para que abandonara definitivamente su reino.

Por tierra enemiga, el Cid, al que por el camino se le habían ido uniendo muchos otros caballeros castellanos (hasta 300 pendones contó en la sierra de Miedes), avanza con más cuidado. Aunque su fuerza es grande, más lo es la de sus enemigos, por lo que procura evitar las ciudades más importantes de éstos. Así, dice el Cantar, dejó Atienza a su izquierda ?pese a que los carteles turísticos digan que la conquistó? y bajó en línea recta hacia el río Henares, donde levantó sus tiendas en un lugar emboscado, cerca del pueblo de Castejón. Atrás había dejado el legendario robledal de Corpes, donde la presunta afrenta de sus dos hijas a manos de sus maridos, los infantes de Carrión, hoy un pueblacho orgulloso de ser el protagonista de tan tormentosa historia, aunque los estudiosos dicen que ni existió ni sucedió aquí. Al revés, por los datos del Cantar, más parece que el lugar donde su autor sitúa la falsa afrenta fuera otro pueblo de Soria, cuyo nombre, Castillejo de Robledo, también alude a esa toponimia. Sea como haya sido la historia, lo que es cierto es que el Cid Campeador, desde su campamento junto al Henares, mandó a parte de sus hombres a saquear Guadalajara y Alcalá, y que él mismo, mientras tanto, hizo lo propio con Castejón, aprovechando que sus vecinos habían salido a los campos. Dice el Cantar, recordándolo: "Mío Cid por las puertas entraba /en la mano trae desnuda la espada / quince moros mató de los que encuentra al paso /A Castejón ganó, con el oro y la plata?".

De Castejón de Henares ?sigue diciendo el Cantar?, el Cid partió hacia el este, río arriba, en dirección al reino de Zaragoza (Guadalajara pertenecía a la taifa de Toledo). En su camino cruzó "las Alcarrias", esto es, el altiplano que separa los valles del Henares y del Tajo, por donde discurre hoy la carretera entre Madrid y Zaragoza, y en algún punto de ésta pasó hacia el río Tajuña, que siguió, siempre hacia el este, buscando el campo de Taranz, como se llamaba entonces al páramo montañoso que se extiende, al sur de Medinaceli, por las tierras que hoy pertenecen al antiguo señorío de Molina de Aragón. Anguita, pueblo vetusto, enriscado en una hoz del río Tajuña y famoso por sus cuevas que otrora fueran viviendas, sale citado en el Cantar como única referencia a partir del conquistado Castejón. De allí hasta Ariza y Cetina, ya en tierras de Zaragoza, no dice nada el Cantar; pero cabe pensar, por la dirección seguida, que el Cid y sus compañeros atravesaron Laína y Chaorna, hoy en la demarcación de Soria, evitando las ciudades de Medinaceli y Arcos, y cayendo al río Jalón pasada Ariza tras atravesar un pobre e inhóspito territorio que entonces, como hoy, estaría casi desierto, con la única excepción de los castillos que, como los de Montuenga o Arcos, vigilaban la Marca Media o frontera entre los reinos de Toledo y de Valencia ?al que pertenecía la taifa mora de Zaragoza? y, más tarde, de Castilla y Aragón.

Pero, cuando el Cid cruzó la frontera, ésta estaba vigilada aún por los moros, y por eso evitó en su paso sus puntos más importantes, como Medinaceli, al norte, o Molina de Aragón, al mediodía, acampando aquella noche entre las poblaciones de Ariza y Cetina. Aunque tampoco se detuvo mucho. A la mañana siguiente siguió por el río abajo hasta la cercana Alhama, cuya hoz cruzó sin pararse (ni siquiera las termas árabes le hicieron detenerse a descansar), hasta acampar de nuevo, pasado Ateca, en "un cerro redondo, fuerte y grande", a la vista del castillo de Alcocer. Todas las poblaciones citadas, tanto la hoy ferroviaria Ariza como la terral Cetina, con su evocador palacio y su célebre poeta, amén del que allí casó ?nada más y nada menos que Quevedo?, o la mudéjar y dulce Ateca ?patria de los chocolates Hueso?, cualquiera puede visitarlas, pero la de Alcocer permanece en el misterio. Y eso que, en torno a ella, tuvo lugar una de las batallas más cruentas de cuantas narra el Cantar del Cid. Llegadas a Valencia ?dice éste? noticias de la presencia del Cid en el territorio, el rey Tamín envió a combatirlo a dos de sus mejores lugartenientes, los emires Fáriz y Galve, al frente de 3.000 guerreros. Enseguida llegaron, Segorbe y Teruel arriba, a la vista de los invasores, a los que pusieron cerco por espacio de quince días, al cabo de los cuales, cortado el agua y el suministro, el Cid decide enfrentarse a ellos, a pesar de ser sus hombres muchos menos que los moros. Le ayudara el ángel Gabriel o no, lo cierto es que el Cantar dice que el Cid ganó la batalla y que los emires Fáriz y Galve, heridos y derrotados, corrieron a refugiarse Jalón abajo hasta Terrer y Calatayud, hasta donde les persiguió el Cid.

Con el botín conseguido ?"quinientos diez caballos, amén de enseñas y armas"?, una parte del cual hace llevar a Burgos, el Cid continúa camino, ahora por el río Jiloca, que es un río tan feraz como el Jalón. Especialmente en la primavera, con los frutales llenos de flores que en el verano serán los higos, las cerezas y los melocotones que le han dado fama a esta tierra. Del camino, el Cantar poco dice, empero, salvo que, "al apartarse del río Jalón, tuvo buenos agüeros". Cabe pensar, no obstante, en vista de la dirección seguida, que dejara a un lado Daroca, la ciudad amurallada metida en una hondonada que, con sus cinco kilómetros de perímetro y su fuerte dotación, como Calatayud, atrás, era aún inexpugnable para el Cid, y que lo mismo hiciera con Calamocha, al sur de la cual iría a acampar, en un "cerro grande y alto" desde el que se domina toda la altiplanicie del río Jiloca y la vía de Aragón hacia Valencia. El cerro sigue allí, con los restos de la fortificación que el Cid hizo construir, y el pueblo que creció abajo, y cuyo nombre, Poyo del Cid, alude al cerro y al personaje, ofrece al que lo visita muestras de su presencia en él. Aparte de una escultura, una serie de paneles relatan sus aventuras -las de verdad y las legendarias-, a la vez que muestran distintos mapas de la división de España en la época en la que vivió. Que fue -todo hay que decirlo- la segunda mitad del siglo XI, esto es, un siglo antes de que se escribiera el célebre Cantar.

Desde el Poyo, donde permaneció algún tiempo (entre 1088 y 1092, según la historia), el Cid dominó y asoló todo Teruel, desde Albarracín, al oeste, hasta Alcañiz, al este, adentrándose incluso en tierras de Huesca y Lérida. Le pagaban tributos Montalbán, Daroca y Cella, y hasta Teruel, que entonces era una aldea. Aunque enquistado en tierra enemiga, era el dueño y señor de aquellos pagos. Al cabo de cuatro años, el Cid decidió, no obstante, haciendo caso al consejo de que "quien en un lugar vive siempre, lo suyo se le acaba", proseguir su avance hacia el este y, dando un salto en el mapa, trasladar su campamento hasta Olacau, ya en plena sierra del Maestrazgo, que conocía de su periodo de servicio al conde de Barcelona. Olocau, el nido de águilas musulmán que todavía hoy sigue pareciéndolo, era el lugar perfecto para esconderse, y para, desde él, lanzar razzias por la zona. La geografía abrupta del Maestrazgo, con sus cañones tajados en plena roca y sus hermosos pueblos colgados de las montañas (Mirambel, Forcall, Cantavieja?), conocieron sus andanzas como conocerían luego las del general carlista Cabrera y, aún más recientemente, las de los maquis, respondiendo a su condición de tierra de huidos. Dice bien José Enrique Ruiz-Doménec, director del Instituto de Estudios Medievales catalán, que la época del Cid fue la de la transición de la economía del pillaje a la de la ocupación agrícola y que la Edad Media fue nuestro particular Far West.

En Olacau termina la primera parte del Cantar, que es la que corresponde al destierro (lo hace, eso sí, con otra batalla, la que el Cid libró en el pinar de Tévar, en los alrededores de Torre Miró, en Morella, con el conde catalán Berenguer Ramón II, que le consideraba en zona de su influencia y al que, aparte de hacerle preso, le ganó la espada Colada), y empieza la de las Bodas, cosa que hace con estos versos: "Ha poblado mío Cid el puerto de Olocau / ha dejado Zaragoza y las tierras de acá / ha dejado Huesca y tierras de Montalbán / Por Oriente sale el sol y hacia allí volvió la vista Hacia la mar salada empezó a guerrear".

Xérica, Onda, Almenara, las tierras de Burriana y el castillo de Murviedro ?actual Sagunto? aparecen citadas entre sus conquistas, aunque la toponimia, aún hoy, marca su paso por otros sitios. Así, los de La Iglesuela y Villafranca del Cid, en la raya de Teruel con Castellón ?uno a cada lado de ella?, o, más abajo, Lucena, y, por supuesto, los numerosos castillos que ostentan su patronímico, con mayor o menor verdad histórica. Pueblos todos con solera (algunos, como La Iglesuela, auténticas huellas vivas de la Edad Media), pero convertidos ya, a medida que se desciende hacia el mar, en ciudades industriales y turísticas. Poco tiene ya Onda, por ejemplo, de lo que conociera el Cid, y lo mismo pasa con Burriana o con la misma Sagunto. Las fábricas de azulejos, los naranjos, los hoteles, las autovías y las urbanizaciones ocupan hoy la famosa huerta que el Cid iría talando a su paso hacia Valencia, que era su verdadero destino. Aunque le costaría aún varios años ganarla. Incluso pasó de largo, hacia Cullera y aún más allá, hasta Beniatjar y Xátiva, mientras mantenía el cerco que habría de doblegar la ciudad más importante ya entonces de todo el Levante peninsular. Y sede de uno de los reinos moros más poderosos de la España islámica.

"En tierra de moros cogiendo y ganando / durmiendo de día y por las noches luchando / en ganar aquellas villas mío Cid empleó tres años", dice el Cantar al hablar de ello, y remacha, al contar la toma de Valencia: "Nueve meses cumplidos, sabed, sobre ella estuvo / cuando llegó el décimo hubiéronsela de dar". Había logrado su objetivo. Aquel que se había marcado cuando partió hacia al destierro y el que le habría de congraciar con Alfonso VI, su rey a pesar de todo. Eso dice la leyenda, aunque la historia es muy diferente. Pero no importa. El juglar lo cantó así y así quedó en la memoria de las gentes que, a lo largo de los siglos, la oyeron en aldeas y castillos y se la repitieron luego a los suyos, transformándola, al hacerlo, cada vez. Luego vino la mitificación, el intento de beatificación incluso, la utilización política y religiosa de una figura compleja, llena de contradicciones, muy diferente de la que nos han pintado. A nueve siglos ya de su muerte y a ocho del manuscrito que glosa sus aventuras, lo que queda de verdad es el camino que recorrió por media Península, y que cruza el espinazo de esa tierra -Guadalajara, Soria, Teruel, Castellón, Valencia-? que todavía sigue siendo un descubrimiento.

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