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El peligro amarillo

Las impertinentes lluvias que nos escamotean el disfrute de la idílica primavera del Extremo Oriente, con sus cerezos en flor -la famosa sakura japonesa- han tenido, al menos, el valor de librarnos de una de las plagas más temidas que, año tras año, nos viene de Poniente: las tempestades de polvo amarillo. Un peligro amarillo, éste sí que de verdad.

Se trata de un fenómeno natural que, durante siglos, ha afectado a esta región del planeta. Entre marzo y mayo, el viento arrastra el polvo de los desiertos de China y Mongolia, cargando el aire que respiramos de finísimas partículas de polvo que polucionan gravemente la atmósfera no sólo de los países donde se origina, sino también de terceros, cual es el caso de Corea y Japón.

La prensa suele publicar dramáticas fotografías en las que el paisaje se disuelve en una densa neblina amarilla, presagio de todos los males que tal color suele simbolizar; ya que al producirse el fenómeno en primavera, estación en que la irregularidad natural de los biorritmos hace a la gente más vulnerable a infecciones y dolencias, se disparan las alergias, se acentúan las conjuntivitis y los bronquios se irritan -para desesperación, sobre todo, de los asmáticos- con suma facilidad.

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Se me podrá decir que esto se viene produciendo desde hace siglos, al igual que sucede en Egipto o en las proximidades del Sáhara. Pero el caso de Asia Oriental se ha visto gravemente complicado, en los últimos años, porque al inocente polvo del desierto se han añadido, por su efecto de arrastre, los residuos industriales que China produce, cada vez más. Ya no es sólo polvo lo que tragamos. Ahora es polvo más partículas de cadmio, aluminio, plomo, óxido de azufre y otras porquerías; con lo que un fenómeno natural, admitido secularmente con resignación por quienes lo sufrían, se ha pervertido de manera peligrosa.

La culpa es de China, dicen los autóctonos. Y no les falta razón.

China se enfrenta hoy -entre otros muchos- al peliagudo dilema de conjugar su espectacular desarrollo con un mejor control medioambiental, con lo que la primera consecuencia es que los sufridos chinos no sólo exportan el problema, sino que lo sufren, ellos mismos, con suma intensidad.

Según el Banco Asiático de Desarrollo, Beijing es la ciudad más contaminada de Asia, seguida por Xián, Katmandú -¡quién lo diría!-, Dhaka y Nueva Delhi.

En uno de mis viajes a la capital china, camino de Pyongyang, este pasado invierno, al aterrizar en el aeropuerto me recibió un "puré de guisantes" desolador. Los indicadores de aquel día alcanzaron 142 microgramos de partículas por metro cúbico de aire. Para hacernos una idea, París suele mantenerse en 22 y Nueva York -mucho más contaminada-, en 27. Ello significa un índice de polución cinco o seis veces superior a lo recomendado por la OMS.

Varias son sus causas. Por una parte, el brutal crecimiento de un parque automovilístico (unos 30 millones de coches, que serán 150 hacia 2020) en el que no se controla, propiamente, ni la vetustez de los motores ni la calidad del refinado del combustible utilizado. Por otra, el uso del carbón como fuente energética principal, con todos sus inconvenientes. Pero, sobre todo, el escaso control -a veces teñido de corrupción- sobre la capacidad contaminadora de una industria que crece a un ritmo endiablado.

Por supuesto que el crecimiento industrial conlleva incremento de la producción, creación de puestos de trabajo y, por ende, mejora sustancial del nivel de vida de los ciudadanos; algo a lo que es legítimo y lógico aspirar. Pero, incluso en China, el nivel de vida debe tener algo que ver con la calidad de vida, devaluada aquí por la continua inhalación de los residuos tóxicos antedichos.

Cierto es que las autoridades chinas han mostrado su preocupación al respecto, con la complicación añadida de que la cuestión cae, administrativamente, bajo la competencia de los gobiernos locales, fraccionando así la capacidad de respuesta, transfiriéndola a unas instancias en las que el clientelismo es más común y la transparencia deja mucho que desear.

Con todo, algunos pasos se han dado: el Cinturón Verde de nuevos árboles en torno a la capital, cuya acelerada plantación ha sido forzada por la celebración de los Juegos Olímpicos, en agosto de 2008, es una muestra de solución aplicable.

Y también la comunidad internacional ha tomado tímidas cartas en este acuciante asunto. Se han puesto en marcha iniciativas del mencionado Banco Asiático de Desarrollo y del Banco Mundial, así como algunos programas financiados por la Unión Europea e incluso por Japón. Pero, a decir de sus propios gestores, son todavía pequeñas olas en un inmenso océano de aguas procelosas.

A ello se han sumado algunas actuaciones más llenas de buena fe que de resultados prácticos, aunque sí parecen útiles para crear un estado de opinión. El pasado verano, por ejemplo, brigadas conjuntas de estudiantes coreanos y chinos plantaron arboledas en el desierto de Kobuchi, levantando lo que, entusiásticamente, denominaron como la Gran Muralla Verde; y el Gobierno coreano ha cooperado con las autoridades chinas financiando la plantación de veinte millones de árboles; acciones que, aunque sea a un par de generaciones vista, reflejan la necesidad imperiosa de hacer algo, ya.

Pero plantar árboles es una solución parcial y a largo plazo.

No obstante, y aunque la prioridad gubernamental de Beijing siga siendo el crecimiento industrial, a toda costa, la sensibilidad de la emergente sociedad civil china está paulatinamente despertando ante tan complejo problema. Pese a las cortapisas que todavía siguen teniendo para su constitución y desarrollo, existen ya en el país unas dos mil ONG ecologistas; que, sin duda, favorecerán la implantación de una sólida conciencia crítica ciudadana que -forzosamente- tendrá que tener una traducción política, tarde o temprano.

Pero, entretanto, en las primaveras de Corea o Japón tendremos que seguir vistiendo, casi con complejo de pequeña burka impuesta, las inefables mascarillas tapabocas, a la espera de que el milagro económico chino se amplíe a un milagro ecológico que no sólo China, sino Asia entera necesita con urgencia.

Delfín Colomé es embajador de España ante las dos Coreas y ex director ejecutivo de la Asia-Europe Foundation.

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