Una indiferencia sangrante
Gracias al doctor Rashwan, de la farmacia Chaza, en el puro centro de la ciudad de Trípoli, a unos 10 interminables kilómetros del lugar en donde cualquier tipo de vehículo se alinea, en una especie de espera de la aparición de la Virgen de El Escorial (humo, ataques, sonido de bombas, cascos, chalecos...) al servicio del periodismo internacional, he visto la luz. Perdonen el farde total, pero servidora, en vez de irse al puto campo en donde se desarrolla el fuego cruzado bajo el control de la televisión mundial, le ha pedido a su chófer, Mustafa, un joven de Ras Beirut (mi barrio: me ha enseñado las fotos de sus hijos; la diferencia entre antes y ahora es que te las muestran en el móvil), a un kilómetro del campo de refugiados palestinos de Nasher el Bared, que la condujera a una farmacia a por un colirio. Estas decisiones estúpidas pueden cambiarte la vida.
Un tipo se había volado a sí mismo, sin más derrotas. Un peligroso imbécil más
No hay policía ni soldados en la ciudad de Trípoli, sólo vigilan los bancos
Un encantador y minúsculo clon del pequeño que salía en la película El año que vivimos peligrosamente (hasta el punto de que temí que Mel Gibson compareciera detrás), vino, exultante, hasta el mostrador. Chocó sus palmas con el doctor Rashwan y le dijo que, en la madrugada, una militante de Fatah se había volado por los aires en protesta por los bombardeos del Ejército libanés contra el campo palestino.
A mí se me puso el pubis de punta, pero a ellos les pareció muy simpático que la ciudad, el centro de Trípoli, se encontrara infiltrada de fanáticos, algunos tan estúpidos como para volarse en un parterre público (calle Asmi Bek, tocando a una juguetería llena de ositos de peluche: pueden comprobarlo). Fui desde allí al Hospital Islámico más importante de Trípoli (adivinen si por el sustantivo o por el adjetivo), y un médico autorizado para hablar con la prensa me confirmó la historia. Un tipo se había volado a sí mismo, sin más derrotas. Un peligroso imbécil más. Horas más tarde, el cónsul honorario español en Trípoli, excelente persona, me telefoneó. Le dije que había salido de su ciudad, que iba hacia mi propia bomba en Beirut, luego les cuento, y le pareció bien. Dios nuestro.
Siete horas después, una televisión libanesa dio la noticia. Antes, las radios habían advertido de que en Trípoli hay terroristas infiltrados. El mensaje subyacente es que la gente está abandonada. Estuve en el lugar. El pequeño hombre me dijo, como si me indicara el hammam: recto y doble a la derecha. Una simple camioneta de la policía, un neumático y dos contenedores -improvisación que demuestra que la inmolación les pilló en bragas- cortaban el pedazo de la calle Asmi Bech en donde el personaje había elegido a cien vírgenes en el paraíso, en vez de quedarse aquí con una buena persona.
No hay policía ni soldados en Trípoli ciudad, sólo vigilan los bancos; en la plaza de Andel Hamed Karamé nos contemplan desde lo alto de las tanquetas con una indiferencia sangrante. Estamos solos. Tampoco hay seguridad en Beirut, todo se concentra en los campos, no hay bastante gente y, además, se equivocan. Es el terrorífico éxito de los instigadores de este fin de nuestro mundo. Manejan las piezas, una a una. Somos conejos. Líbano vive sobre su propio y elaborado abismo. Si quisiera llorar, y es cierto que cada 10 minutos lo deseo, no pensaría en los muertos, sino en los vivos. Esas amas de casa que regresan a su hogar, hundidas. Esos soldadillos reclutados para el Norte, horrorizados, tristes.
Cambiemos de escenario. Beirut. Desde la mañana, las radios anuncian que la bomba de esta noche tiene como destino mis calles, Hamra, un barrio que ha sido bastante seguro incluso en el verano de 1982, con los israelíes (que ahora sobrevuelan el valle de la Bekaa, amenazantes). Lo anuncian hasta las radios pro Gobierno, que son casi todas. Las de Hezbolá, que nada tienen que ver con esta historia, digan lo que digan Bush y compañía, mantienen un elegante y asqueroso silencio. Los conejos no importamos.
Esta noche me voy a instalar junto a las tiendas de Hezbolá (que nunca atacó a libaneses, que calla y espera), con colegas españoles. Hoy, de momento, me parece lo más seguro. Esperar el sonido de la bomba, calcular la administración del pánico que nos somete y, luego, trabajar. Contar heridos, muertos. Nos administran muy bien la dosis. Puede ser aquí o allá. Nos telefoneamos, los amigos. No podemos vernos. Estoy desesperada porque es una carcoma asquerosa que nos obliga a cambiar nuestros hábitos y porque no veo a la gente que amo y que se encuentra al otro lado de la ciudad. Los de aquí veremos las noticias por televisión y saldremos corriendo hacia el lugar de los hechos cuando la bomba estalle. No sé qué va a ocurrir, pero no nos quedaremos quietos como conejos fatalistas en su madriguera. Luego saldremos, a ver, para contar la verdad. Qué vómito.
El viaje de ida y vuelta a Trípoli para ver la situación del campo ha sido breve, pero intenso. Te enseña mucho. Pasas por delante de mezquitas antiguas, de mezquitas nuevas. De iglesias cristianas antiguas, y nuevas. Qué asco.
De vuelta a mi barrio, Ossama, mi impresor, que acaba de inaugurar su negocio como "general manager" (aquí hay uno por oficio, un zapatero remendón es un "general manager"), me ha preguntado por qué me gusta Líbano. "No se equivoque. No me gusta. Lo amo. Y la amante no elige. El amor, sí. Líbano me proporciona aventura y ternura. ¿Qué más puede pedir una mujer como yo?". Hemos quedado en vernos, si podemos.
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