Golpe a la autoridad de Bush
La dimisión del presidente del Banco Mundial por favorecer a su novia supone un gran contratiempo para el liderazgo financiero de EE UU
La dimisión de Paul Wolfowitz -anunciada en la madrugada de ayer- incapaz de resistir la presión de otros poderes dentro de la institución que preside, el Banco Mundial, representa un serio desafío a la autoridad de George Bush, que también se ha visto impotente para sostener a uno de sus más estrechos colaboradores, y siembra dudas sobre la propia capacidad de EE UU para mantener su papel como el indiscutible líder del sistema financiero internacional.
Por eso la Casa Blanca se precipitó ayer a anunciar que la designación del sucesor de Wolfowitz, que permanecerá en el cargo hasta el 30 de junio como fruto del acuerdo alcanzado con el Consejo de Administración del banco, será "pronto".
Si la Casa Blanca no es capaz de controlar lo que pasa en el Banco Mundial, algo falla
Estados Unidos no quiere crear vacíos de poder ni dar tiempo a que crezcan las especulaciones actuales sobre la conveniencia de que la salida de Wolfowitz sea aprovechada para modernizar y democratizar el sistema de elección del presidente del Banco Mundial.
Estados Unidos ha escogido hasta ahora los 11 presidentes que ha tenido ese organismo desde su creación en 1944. Un acuerdo tácito entre los principales poderes económicos permite que, a cambio, Europa designe al responsable de la otra agencia hermana surgida de la conferencia de Bretton Woods, el Fondo Monetario Internacional, a cuyo frente está actualmente el ex vicepresidente del Gobierno español Rodrigo Rato.
El escándalo Wolfowitz, a quien se ha acusado de actuar contra la debida ética en su intervención para aumentar el sueldo de su compañera sentimental, una empleada del banco, ha sido vista por otras fuerzas dentro de esa institución como una oportunidad para debilitar la influencia norteamericana y ganar espacio propio.
Algunos países europeos que han estado en la vanguardia de la causa contra Wolfowitz se cuentan, sin duda, entre quienes querían aprovechar la crisis para saldar cuentas pendientes con Washington. Pero también otras potencias emergentes, especialmente China, pudieron ver en esto una buena ocasión para ascender en la jerarquía de las instituciones que representan, aunque cada vez más simbólicamente, el éxito mundial de la economía de libre mercado.
Pero el Banco Mundial es, además, el símbolo del predominio norteamericano dentro de esa economía. No por casualidad su sede está en Washington, apenas a dos manzanas de la Casa Blanca. Si la Casa Blanca no es capaz de controlar lo que allí pasa, algo está fallando. Y está fallando, en primer lugar, el actual inquilino de la Casa Blanca, un presidente impopular, sin mayoría en el Congreso y luchando por no reconocer el fracaso en el principal proyecto de su gestión, la guerra de Irak.
Precisamente Wolfowitz era uno de los abanderados de esa guerra durante su tiempo como número dos del Pentágono. Como lo eran también sus antiguos colaboradores, Donald Rumsfeld, Richard Perle o John Bolton, todos ellos juguetes rotos ya de la estrategia de la Casa Blanca tras el ataque del 11-S.
Pero el caso Wolfowitz representa, además, una llamada de atención sobre hasta qué punto no es sólo Bush el que sufre los efectos del fracaso de esa estrategia; es el prestigio, la influencia y la capacidad de decisión de Estados Unidos los que se han visto aquí cuestionados.
La guerra de Irak ha perseguido todo el tiempo a Wolfowitz durante sus dos años en el Banco Mundial. También le han acompañado su fama de hombre intolerante que confía sólo en los suyos y maltrata a quienes se le oponen. Pero algunos observadores -particularmente los editorialistas de The Wall Street Journal- creen justo reconocer que el brillante intelectual ex decano de la universidad Johns Hopkins también se ganó algunos enemigos por su empeño en remodelar y sacar de la apatía burocrática a la vieja institución financiera que todavía preside.
Wolfowitz declaró desde el comienzo de su mandato el combate al hambre y a la corrupción como el doble y al mismo tiempo coincidente objetivo de su gestión. En nombre de la lucha contra la corrupción suspendió varios programas de ayuda a países en desarrollo, especialmente en África.
Sus críticos consideran que ese combate contra la corrupción no era más que una excusa para imponer su propia ideología neoconservadora. De esa manera se puede explicar, por ejemplo, la suspensión de la ayuda a Uzbekistán precisamente después de que ese país suspendiera los permisos de vuelo a los aviones norteamericanos que operaban en Afganistán.
Sean ciertas o no esas críticas, Wolfowitz ha terminado reconociendo la contradicción entre sus supuestos escrúpulos en materia de corrupción con la concesión a su novia de un salario superior al de la secretaria de Estado, Condoleezza Rice.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.