Gonzales atribuye a su 'número dos' el despido de los fiscales
El secretario de Justicia descarga en el dimitido McNulty la responsabilidad del escándalo
Mientras tomaba café con la prensa a primera hora de la mañana, el fiscal general, Alberto Gonzales, aseguró que su número dos jugó un papel importante en el controvertido despido de ocho fiscales a finales del año pasado. El desayuno en el Club Nacional de Prensa estaba convenido desde hacía semanas y no era susceptible de anulación, por lo que Gonzales llegó con más tensión de la que ya sufre en los últimos meses. Sabía que iba a ser cuestionado sobre la salida, el día anterior, de Paul McNulty, subsecretario de Justicia.
Si el día anterior el fiscal general aseguró que McNulty era "un gestor eficaz en el día a día", para a renglón seguido añadir que no había duda de que Estados Unidos se había beneficiado de "su dedicación desinteresada al buen gobierno", ayer Gonzales quiso repartir la culpa: "[McNulty] Sabía mejor que nadie sobre la experiencia y las cualificaciones de la comunidad de fiscales de Estados Unidos y él los aprobó", dijo Gonzales. Y ahondó aún más: "Las recomendaciones" sobre prescindir de uno u otro fiscal "reflejaban las opiniones" del subsecretario. Eso sí, tras semejante chaparrón, Gonzales no quiso dejar la oportunidad de decir que McNulty era su "hombre de confianza".
Ya ha caído la víctima de mayor rango dentro del Departamento de Justicia. El escándalo generado por el despido de ocho fiscales federales el año pasado se cobraba en la noche del lunes la cabeza del subsecretario de Justicia. McNulty, con tan sólo 18 meses en el cargo, alegó razones personales para abandonar, como el elevado coste de la universidad de sus hijos, que le empuja a buscar un hueco en la empresa privada. "Dos décadas de servicio público me llevan a emprender una transición largamente postergada en mi carrera", escribe en una carta a su jefe sin mencionar la controversia de los despidos.
Algunos asesores dijeron que McNulty, de 49 años, nunca tuvo la intención de permanecer más de dos años como subsecretario. Otras fuentes apuntaban ayer a que la decisión se habría apresurado porque McNulty estaba molesto con el hecho de que se le vinculara con los referidos despidos. En este momento, el Congreso de EE UU investiga el caso para determinar si los ocho fiscales fueron quitados de sus cargos por motivos políticos.
La historia concreta se remonta al año pasado -aunque se fraguó con el inicio del segundo mandato de Bush-, cuando Alberto Gonzales, el abogado, amigo y ahora fiscal general del presidente George Bush, relevaba a ocho fiscales federales. Para el nuevo Congreso demócrata, la salida de esos ocho acusadores fue algo más que un simple cambio. Lo que la Casa Blanca pretendió fue deshacerse de la totalidad de acusadores, de un total de 93, y empezar un nuevo capítulo al situar a fiscales cercanos a sus intereses. La oposición demócrata sospecha que Gonzales sigue cumpliendo el mismo papel de siempre -el de abogado personal de Bush- en el asunto de los fiscales. No es que el presidente no pueda despedir a los fiscales federales, que puede. De hecho, desde Jimmy Carter hasta hoy, cada presidente renovó por completo la plantilla de 93 fiscales generales al llegar a la Casa Blanca. El problema radica en el proceso de toma de decisión y en las razones por las que se produce la sustitución. Es normal que una nueva Administración busque un equipo de fiscales mejor identificados con su política judicial. Pero representa un serio delito obligar a esos fiscales a actuar de acuerdo con prioridades políticas o amenazar su independencia. McNulty es la cuarta persona que ha abandonado su cargo en el Departamento de Justicia desde que se iniciara la tormenta.
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