Mercedes Abad novela con humor las nimiedades que amargan la vida
La protagonista de El vecino de abajo, la segunda novela de Mercedes Abad (Barcelona, 1961) y la primera que la escritora publica con el sello Alfaguara, es una mujer anodina, traductora de oficio, estoica y tranquila de naturaleza. Con impasibilidad ha aguantado crisis vitales que a otros les soliviantarían. Por ejemplo, su marido la abandonó por su hermana. Sin embargo, la entereza de esta antiheroína, de la que el lector no sabrá el nombre, se derrumba por un contratiempo nimio, cotidiano. Cuando uno de los vecinos empieza a hacer obras de reforma, explota la furia de la traductora.
El estallido acaece al romperse una costumbre: los martillazos y golpes de taladro empiezan puntualmente a las ocho de la mañana, excepto un día en el que el trasiego se adelanta tres minutos. Convertida en una furia, la aburrida mujer identifica por primera vez a un enemigo y con la ayuda de algunos compinches tratará de amargarle la vida, aunque su ira tendrá peajes. La ironía es el elemento principal de esta obra en la que aparecen temas recurrentes en la narrativa de Abad, como las falsas amistades o el peso desquiciante de la soledad. Dice la escritora que se divirtió mucho escribiendo El vecino de abajo, trabajo con el que pudo quitarse una espinita.
Época sin héroes
Abad estaba luchando con otra novela que por fallida guardó en un cajón. Por suerte, la historia de la traductora ya empezaba a tener forma en su cabeza y en los cuadernos de notas que siempre le acompañan. El resultado: un retrato satírico de un tiempo, el nuestro, sin épica. "En la actualidad no se pueden escribir en serio grandes tragedias. Los contratiempos que nos van despedazando son muy pequeños. Es algo que te acosa poco a poco, una estrategia absurda de guerrillas. Creo que esta novela describe muy bien lo que nos ocurre en esta época sin héroes, el deterioro de las relaciones..." apunta la autora, y añade: "Lo de la ironía es marca de la casa. Kurt Vonnegut decía que la mejor manera de narrar lo absurdo y lo horrible era la comedia".
La novelista no se muerde la lengua y da batalla, consciente de que una obra divertida no será nunca del agrado de la crítica literaria española más sesuda. "Me moriré el día en el que me tome en serio. Aquí se desprecia el humor en literatura, algo que no sucede en el mercado anglosajón. Es una costumbre idiota, paradójica y contraria a nuestra mejor tradición. El Quijote, entre otras muchas cosas, también es una novela humorística. ¿No hay humor en los versos de Quevedo y en la picaresca? Parece que el escritor tenga la obligación de aburrir al lector", lamenta la autora de Ligeros libertinajes sabáticos.
Y concluye: "Lo del escritor que adoctrina es una concepción falsa. Las grandes verdades deben estar soterradas. En nuestra literatura impera un tono solemne. El escritor consagrado nos dice cómo debemos pensar y actuar. Me parece una conducta demasiado sospechosa y el reflejo de una sociedad pacata y sin espíritu crítico".
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