_
_
_
_
Entrevista:

Alessandro Baricco. La literatura viaja en coche

Jesús Ruiz Mantilla

A nadie debe extrañar que Alessandro Baricco sea un fiel devoto de Borges. Colecciona anécdotas de las veces en las que, en su caso, la realidad ha superado a la ficción. Historias en las que las derivas de la imaginación se hacen carne, cuentos que tienen vocación de pura realidad. Como, por ejemplo, ésta: cuando quiso elegir un nombre en el que desarrollar parte de su novela Seda, ese excepcional relato plagado de gestos, sensualidades y sugerencias exóticas que le ha hecho famoso en todo el mundo, se le ocurrió recurrir al azar jugándoselo en un mapa de Francia. A lo largo de esa superficie a escala, Baricco señaló a voleo con el dedo dos lugares que después unió en un solo vocablo: Lavilledieu. Ahí quedó la cosa, hasta que años después, cuando el libro de este escritor turinés, de 48 años, se había convertido también en un fenómeno de ventas continuado en Francia, Baricco recibió una carta con un contenido alucinante. En ella, el alcalde del mismo Lavilledieu, pueblo que existía en realidad, le invitaba a recibir un homenaje e inaugurar la biblioteca del municipio. El escritor quedó tan impactado que, por supuesto, aceptó con gusto, entre intrigado y perplejo. Cuando viajó a ese lugar perdido del sur de Francia, sus habitantes le contaron la actividad que había enriquecido al pueblo a finales del siglo XIX: la cría de gusanos de seda.

Lo cuenta ahora Baricco en una nota que añade a su nueva novela, Esta historia (Anagrama), en la que este autor sui géneris y de curiosidad innata por cualquier forma de narración y comunicación da rienda suelta a una de sus más locas pasiones: el automovilismo. Cada vez que debe tomar una decisión crucial se pone al volante de alguno de sus bólidos y tira millas, despacio, hasta que soluciona sus dilemas y clarifica el color de sus sueños o conjura los nubarrones de sus pesadillas.

Es el método infalible, el que no le falla a este autor raro y arriesgado, que ha sido crítico de música y que ha alumbrado en este campo uno de los ensayos más provocadores de los últimos tiempos, El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin, publicado por Siruela en España. También se ha dedicado a fondo a la enseñanza: ha sido profesor y alentador de la escuela Holden de creación literaria, que todavía mantiene abierta. Como autor no queda nunca contento con un género. Ha tratado de explicar la globalización y a la vez alentado la antiglobalización en ensayos como Next, pero sobre todo ha aportado una más que curiosa y variada labor narrativa en libros como City u Océano mar, y experimentos a medio camino entre el teatro y la novela ?Novecento? o proyectos arriesgados que se hacen con chulería o no se hacen, como fue el caso de su aventura con la Ilíada, de Homero.

La cosa de trabajar a fondo de manera muy libre sobre esta terrible e inmortal historia surgió por las ganas que le entraron de leerla entera en público. Pero las versiones que conocía no parecían propicias para los dioses que deben dictar sentencia entre los públicos de la posmodernidad, así que decidió emprender una adaptación a su aire del gran clásico para tratar de hacerla más digerible y próxima sobre un escenario a comienzos del siglo XXI. El éxito fue sonado: la leyó en algunos teatros, se retransmitió por radio con resultados insospechados. La gente aparcaba y no salía de los coches hasta que Baricco terminó de narrar todas esas peripecias que alternan el carácter épico con las debilidades humanas de aqueos y troyanos. Incluso se repitió la experiencia en algunos lugares con sus correspondientes traducciones, como ocurrió en la plaza del Rei de Barcelona, donde esta sorprendente Ilíada adaptada fue leída el pasado verano por Jordi Buixaderas, Marta Marco y Lluìs Soler al aire libre. En noviembre repetirá la experiencia con Moby Dick, de Herman Melville, en el Auditorio de Música de Roma, aunque la obra que más le gusta de ese autor es Bartleby, el escribiente, "que me conmueve por su belleza formal, tan perfecta como una buena canción", dice.

Los restos de su toma de Troya lucen perfectamente ahora en los carteles que tiene colgados en su amplia oficina de la productora y editorial Fandango, en Roma, donde Baricco trabaja a menudo desde que se mudó de Turín a la capital italiana. Allí se esconde al final de una mesa amplísima adornada con plantas, papeles, partituras y muñecos, en la que se aprecia una antigua máquina de escribir Olivetti boca arriba, como vencida por las ondas que despliegan los motores del potente ordenador que utiliza ahora.

Libros y cientos de discos le acompañan también en el alumbramiento de su último gran sueño: la primera película que ha dirigido. Se titula Twenty one, "un número cualquiera que curiosamente tiene que ver con el peso del alma", asegura. Cuenta con el actor británico John Hurt ?"una leyenda", según el escritor, al que el público español recuerda por apariciones en clásicos como Alien o en series inmortales como Yo, Claudio, donde hacía de Calígula? y con la española Leonor Watling en el reparto. De nuevo la música envuelve las obsesiones de este autor en una obra que estrenará el próximo otoño y que por ahora ha dejado a Baricco, según él mismo confiesa, "agotado y sin ganas de hacer nada por una temporada".

Le encuentro exhausto por la película. Para empezar: ¿de qué va?

Ahhh. Es casi secreto. Bueno, más que eso, resulta difícil de contar.

Se titula 'Twenty one', ¿eso por qué? ¿Por el siglo?

No, es un número casual. Casualmente es lo que pesa el alma, 21 gramos.

¿Para qué se ha metido ahora en el cine?

Bueno, era una historia que debía ser contada en cine, quizá en teatro, pero lo ideal era el cine. Hace tiempo que trabajo con Fandango, que entre otras cosas son productores de cine y me dieron la posibilidad de hacer una película. Lo hablé con Domenico Procacci, que es el dueño de Fandango, y le gustó. Nos decidimos y no fue fácil encontrar el dinero porque es una película rara, impredecible, que nadie quería arriesgarse a hacer porque como inversión es poco segura. Pero al final conseguimos fondos de socios italianos, ingleses y japoneses.

Así que una película rara...

No es simple. El punto de partida es una lección sobre la Novena de Beethoven que da un profesor que ha sido personaje de una novela mía, City, y que se llama Mondrian Killroy. Aquello se convierte en una reflexión suya sobre su vida y sobre la vejez. Ésta es una película sobre la vejez.

Con John Hurt, todo un actor fetiche, el Calígula de 'Yo, Claudio', el fantástico 'Hombre elefante'.

Una estrella, una leyenda para mí.

¿Ha sido mucho lío? ¿Ha quedado contento?

Es otra cosa, pero yo ya tenía experiencia en el teatro como director. No llegaba sin preparar. Digamos que la parte técnica del cine era completamente nueva para mí.

La cosa cambia entre escribir un libro y hacer una película: los libros se escriben con la cabeza y las manos; el cine, con la mirada, con los ojos.

Eso es lo que cree la gente, pero, por ejemplo, Sergio Leone decía que cuando una película termina, lo que se recuerda es una frase. Y que lo diga él, que era un genio de la mirada, tiene gracia. Pero es que tenía mucha razón. El cine, principalmente, es mirada, pero gana mucho cuando vistes esa mirada con buenos diálogos, buenos personajes.

También la música ayuda a recordar una película.

En esta mía sólo hay música de Beethoven.

Ésa es otra de sus obsesiones, la música. Usted ha sido crítico y ha llegado a provocar mucho en ese campo con un ensayo como 'El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin', donde arremetía contra algunos compositores contemporáneos. ¿Le retiraron el saludo?

Bueno, iba contra una cierta música. Aquí, en Italia, a algunos popes no les hizo gracia. Pero también he conocido a muchos músicos jóvenes que cuando apareció el libro comenzaban y que han crecido con él como cabecera. El mundo de la música ha cambiado desde entonces.

Desde luego, muchos han vuelto a retomar el camino de la emoción y han abandonado esa forma radical de abordar la música como algo exclusivamente intelectual. ¿Usted qué cree?

En los últimos 10 años ha cambiado el panorama, seguramente no por la aparición de mi libro, pero muchas de las personas que han contribuido a este cambio fueron inspiradas también por él. Y eso, por supuesto, me hace sentirme muy feliz, claro. Era hora de que todo eso acabara. Vale ya. Aquello era un régimen casi político.

Y Beethoven...

Es el fundador de la música clásica, seguramente.

Como sostiene usted en 'Next', una marca.

Cierto, una marca que con su grandeza legitima todo un mundo, bien entendido esto. Como Shakespeare para el teatro, Platón para la filosofía, Miguel Ángel para el arte. Su grandeza funda la grandeza de todo un sistema artístico. La música clásica sin Beethoven probablemente no existiría. Es lo que marca la diferencia frente a una música de consumo, refinada, bien hecha, incluso concebida para gente rica, para alguien que representa una aristocracia, no de dinero o de sangre, sino de espíritu, y sobre todo inteligente. Todo eso nace con Beethoven, y sin él no se habría producido. Es el inventor de la música clásica, y así nació una idea que dura 200 años. Aunque últimamente ha entrado en crisis, en los últimos 10 años, más o menos.

¿Por qué?

Probablemente su función ha terminado, en cuanto a música clásica.

¿Y qué se puede hacer para revitalizarla?

Nada. Todo muere.

Pues estamos buenos.

Murió la tragedia griega, ¿por qué no va a morir la música clásica?

Eso de que todo muere, tampoco es así. Mire la Iglesia.

Ja, ja, ja... Es cierto, es cierto. ¡Todo muere menos la Iglesia!

¿Cómo se las arreglarán?

Ya, sí. Pero aparte de ella, todo acaba. Además no es necesario mantener todo vivo a cualquier precio. Eso es una perversión novecentista, tardorromántica. Las cosas tienen principio y fin.

La vida.

Sí, y además eso es justo, es bello. Si no, todavía escribiríamos poemas homéricos como única forma de narración.

En su caso, eso funciona. Es lo que hizo con su versión de la 'Ilíada'.

Sí, pero, en fin... Aquello es el deseo de leer a Homero en tres noches, en público, durante 14 horas. Es una adaptación teatral, como reconvertir los Buddenbrook al teatro, o el Quijote. Una adaptación.

Pero si se lee la 'Ilíada' de Baricco, es casi un 'thriller'.

Cierto, es una historia bellísima, pero que tiene también su paso lento, que nos impide reconocer cosas que en Grecia eran importantísimas, pero que para nosotros no lo son y entorpecen el ritmo. Así que yo, para la adaptación, tuve que acelerarlo, sigue siendo lento con respecto a un relato de acción, pero lo aceleré porque es algo maravilloso originalmente que la gente no tiene tiempo y paciencia hoy para seguirlo.

La lentitud en la 'Ilíada', ¿la imprimen los dioses?

No, no todo. El paso lento está determinado un poco por ellos, cuya presencia entre los griegos era determinante. Pero para nuestra visión contemporánea no aportan, es como agacharse a recoger un fruto que no te apetece comer.

¿Un fruto de alimento espiritual?

Sí, que nosotros no necesitamos ya. La alteza espiritual de esa historia está en los gestos de los hombres, en la actitud de Aquiles, de Héctor.

La grandeza de nuestra época consiste en que los hombres pueden igualar el poder de Dios.

Sí, el problema es que la Ilíada se había escrito muchos siglos antes del humanismo. Estaba ligada completamente al mito y a la adhesión de lo divino. El humanismo nos ha cambiado para siempre, radicalmente, lo que nos permite ver a los personajes de entonces de otra forma. Aquiles tiene su propio valor para nosotros, independiente de su relación con los dioses.

Él es un semidiós.

Un hombre con un valor espiritual.

Los dioses clásicos son plenamente humanos y se ajustan mejor a nosotros y a los creadores artísticos de los últimos dos siglos. No hay más que ver a esos dioses wagnerianos que dudan, como el Wotam de 'El anillo del Nibelungo'. ¿A lo mejor son los que nos merecemos y los que más necesitamos?

No sé. En Occidente hemos vivido un momento de religiosidad que acercaba al hombre a los dioses. Fue en los años sesenta, gracias al Concilio Vaticano II, que supuso un cambio profundo en la Iglesia católica. Hoy parece que la imagen de Dios responde a una nostalgia de algunos por una figura distante, severa, lejana. Muchos tienen necesidad de eso, y la Iglesia apuesta por ello, con lo que el camino del concilio se ha roto, algo que empezó Juan Pablo II.

Esa imagen de Dios a muchos les ha venido bien para invocarlo a la hora de ir a la guerra. Ha sido un paso atrás terrible, peligroso, medieval. ¿No habrá sido que la amenaza del humanismo ha asustado tanto al poder que éste se ha visto obligado a reforzar en todos los ámbitos el nombre de Dios? ¿Le asusta esto?

No, no me da miedo. Yo soy laico. Creo que el camino del Concilio Vaticano II fue de gran ayuda para toda la sociedad, incluida la que se declara laica. Por eso me da pena que se haya roto.

Ya, pero con esas rupturas resulta que estamos todos rodeados por una sombra demasiado negra.

Sobre todo en el interior de la Iglesia, esa fuerza contraria al concilio que poco a poco fue ganando terreno. Probablemente, esa corriente es la que mejor representa a los creyentes hoy en el mundo. Puede que no en Italia, pero si tenemos en cuenta países más pobres, en Latinoamérica, en Europa del Este... es representativa de la mayoría.

Hay otras cosas que le fascinan a usted como escritor: por ejemplo, el siglo XX. El nombre nada casual de su pianista Novecento. El recorrido que ha hecho en su última novela, 'Esta historia', en un homenaje a los coches, que le vuelven loco, como un símbolo clarísimo de nuestra época. ¿Podemos observar ya con tino el pasado siglo?

Empezamos a entender muchas cosas de él. Para los más jóvenes hoy, en el futuro, el siglo XX será horrible. Aparecerá con su apariencia real, espantosa. Pero iluminado, de vez en cuando, de una inteligencia formidable, que no disimula la realidad. Uno de los mensajes claros de ese siglo es el que dejaron los artistas más grandes, la inteligencia más refinada. Pero los grupos más geniales, humildes, solidarios no bastan para parar un desastre. Naturalmente, ha sido un siglo de inmenso sufrimiento colectivo, de dolor; naturalmente, ha producido gran poesía, pensamiento y belleza. Todo un patrimonio en eso maravilloso, pero que en 300 o 400 años se verá como un horror.

Por eso son más necesarios que nunca gestos generosos. Usted ha decidido donar el 5% de los derechos de autor de esta nueva novela a una asociación de niños enfermos de Turín, Casa Oz. ¿Qué hacen allí...

Se ocupan de niños gravemente enfermos. Nació poco después de publicar yo el libro.

Ahora vive en Roma, pero con Turín conserva muchos lazos: esa asociación, su escuela de letras Holden. ¿La escritura no es una cuestión autodidacta? ¿Cómo se aprende en una escuela?

Escribir es como correr. Hay que tener talento, físico adecuado y determinación, pero si quieres ganar medallas en una olimpiada, necesitas un entrenador. Para un escritor que quiere vivir de eso, como profesional, lo mismo. Nosotros escogemos 25 estudiantes al año. Entre ellos, uno o dos, acaban escribiendo libros. Otros se dedican al cine, a la televisión, al periodismo, a la publicidad. Nosotros enseñamos a narrar, pero no decidimos quién se convierte o no en escritor, es cosa de cada cual. Para los que tienen mucho talento y se dedican de lleno a la creación literaria después, la escuela les sirve para huir de su soledad, les ayuda a confiar en sus capacidades. Escribir es un oficio, como hacer pan; entraña fatiga, pasión, cuidado, no tiene que ver con la inspiración, es artesanía.

Pero salir de la soledad no conviene a la escritura, resulta fundamental saber estar solo.

Es importantísima, necesaria, pero hay que saber defenderse de ella. Si no sabes tratar con ella, debes renunciar a vivirla. Escribir libros sin soledad? No, mejor dicho, escribir buenos libros sin haber estado solo es imposible.

Y su pasión por los coches, ¿de dónde viene? Es curioso, para empezar, que cada idioma le ha puesto su género. En italiano, un personaje de su libro lo justifica, la 'macchina' es femenino; en francés, la 'voiture', también. En español lo hemos hecho masculino.

Ya, el coche. Qué misterio, ¿no?

Sí, el género del coche.

Fue todo un debate en la época. En Italia fue D'Anunzzio quien decidió que la macchina era mujer.

¿Y todo el mundo está de acuerdo? Porque aquí tratan el coche como algo muy masculino. Hace un año vine, cogí un taxi en el aeropuerto y a los cinco minutos tuvimos que rogarle al conductor que se calmara, que entre los tres que habíamos montado sumábamos seis hijos. Así que parece que tienen una relación de bravura con sus coches por aquí desconcertante. Por ejemplo, usted, ¿qué coche tiene?

Tengo muchos coches.

Es toda una pasión.

Sí, sí. Me gusta tener coches, pero también cuidarlos, conducirlos, hasta estar en un atasco. Cuando conduzco, pienso, medito con lucidez. Cuando escribo, agarro el coche y conduzco sólo para pensar. Casi todas las decisiones importantes de mi vida, casarme, cambiar de ciudad, las he tomado conduciendo. Luego las comunico de la siguiente forma. Paro en una gasolinera, llamo por teléfono a mis amigos y a mi familia y se lo cuento. Así que cuando les telefoneo y les digo que estoy en una gasolinera se echan a temblar porque saben que algo grave pasa.

No me diga.

Como se lo cuento, es así. De verdad, ¿eh?

¿La última decisión importante?

Venir a vivir a Roma hace cuatro años. Viajábamos por la autopista mi mujer y yo, me giré y le dije: "Vamos a vivir a Roma". Y ella dijo: "Sí". Paramos y llamamos a todo el mundo.

¿En qué coche fue?

En un Audi familiar.

¿Es una frustración no haber sido piloto?

No, no. No, porque la velocidad no me atrae. Me llama la atención como idea. Pero para que se figure, a mí me encanta conducir muy despacio con un coche muy potente. Uno de 200 caballos por la ciudad.

¿De noche o de día?

Cualquier momento es bueno.

Así que este último libro lo ha escrito usted durante años y años.

Veinte años, yo qué sé...

O sea, que esos ensayos suyos tan provocadores, desde 'Next' hasta 'El alma de Hegel...', los piensa en la carretera.

En gran parte.

Para 'Next' cuadra bien. Una autopista puede ser un buen símbolo de la globalización.

Bueno, es como andar a caballo, no deja de ser una escena decimonónica también. ¿Cuántas cosas importantes nos han contado en una carroza, en una diligencia? Los caballos eran como el coche hoy.

Usted compara precisamente la globalización con la conquista del Oeste. Y lo que era entonces el ferrocarril, con Internet.

Eso, la cosa de expandirse. Y si no tenemos fe en ello, no ocurrirá. Si nos lo creemos, irá hacia delante. También cargándose a los indios.

Hoy, ¿quiénes son los indios?

Uf, están por todas partes. Son los más débiles. La historia, periódicamente, por decisión de los más poderosos, sufre una sacudida y caen los más débiles. Antes, la guerra cumplía esta función.

¿Para una selección de la especie?

Exactamente. La parte fuerte del mundo se deshacía de la parte débil. La globalización probablemente necesitará algo similar, y la próxima gran catástrofe será el cambio climático, donde, de nuevo, sólo los más fuertes resistirán. Probablemente ocurrirá esto.

¿Qué lee para llegar a estas conclusiones?

Muchos libros de historia, ensayo, y trato de leer novelas, las primeras 20, 50 páginas...

¿Le aburren?

Es que quien escribe libros, novelas, debe encontrar algo más interesante de lo que él es capaz de hacer. Un escritor no tiene por qué soportar un libro que está por debajo del nivel de lo que él puede hacer.

Eso es ser exigente.

No sé por qué es. Buscas lo que no eres capaz de inventar.

¿Quién le da a Baricco lo que no tiene?

Pues una escritora como Alice Monroe, que escribe relatos, algo que yo no sé hacer. Es buenísima.

LISBETH SALAS

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_