Salto a la gloria
Si en la genealogía asturiana hay un "después de Dios, la casa Quirós", en la industria cinematográfica debería haber un "después de Dios, el festival de Cannes, y después, nada, y después de nada, el resto". Así, sin más. Cannes, por muy diversas razones, se convirtió en la mejor rampa de lanzamiento de las películas del año. La multitudinaria presencia de los medios de comunicación y la importancia de sus transacciones comerciales aseguraron dos de los factores esenciales de la industria: el reconocimiento de lo artístico y la necesidad imprescindible del mercado. Arte, industria y prensa internacionales con el añadido del glamour. Al fin y al cabo, las estrellas y las estrellitas del cine son inconcebibles sin los otros componentes. A ello hay que añadir un clima privilegiado, un enclave de lujo, numerosos hoteles multiestrellados, restaurantes con todos los tenedores imaginables y damas inalcanzables. Cannes lo abarca todo: desde las exigencias de los cinéfilos hasta la demanda de la prensa del corazón. Ése es su poderío.
Naturalmente, el festival se puede narrar desde todas las perspectivas. Para unos será el certamen que consagró a buena parte del olimpo cinematográfico, y su palmarés, una historia del cine de los últimos 60 años. Para otros serán 15 días de locura festiva y carnaza para amantes de los mitos. Se pueden ver seis o siete películas diarias ?si el cuerpo lo aguanta?, o sentarse en la terraza del hotel Carlton y ver pasar entre guardaespaldas a lo más florido del mundo del espectáculo. También se puede trabajar frenéticamente con una cámara de fotos en la mano y toda la picaresca posible.
"¡Eh, Kirk!", le gritaba un paparazzo al padre de los Douglas. Cuando Kirk se daba la vuelta, el fotógrafo le arrojaba una revista a la que previsiblemente le vendería después la foto. Douglas la cogía entre sus manos como podía. Días más tarde, el semanario la publicaba: "Kirk Douglas lee nuestra revista", informaba el pie de foto.
Para quien ha asistido al certamen unos cuantos años como enviado de EL PAÍS, la primera fecha de sus recuerdos es la de 1976, un año en el que se presentaron filmes tan transgresores como El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima, y Taxi driver, de Martin Scorsese. Fue un año en el que la prensa internacional, o una buena parte de ella, se quedó perpleja con la historia de sexo, amor y muerte que presentó el japonés en la Quincena de los Realizadores. Sorprendentemente, el tremendo filme de Scorsese, con Jodie Foster luciendo su pubertad por La Croisette en compañía de un juvenil De Niro, consiguió el máximo galardón. Cannes no estaba dispuesta a dejarse superar por las nuevas tendencias cinematográficas, y, desde luego, la mejor forma de demostrar su contemporaneidad era entronizar lo más radical, un estilo que ya había manifestado en 1969 al acoger en su sección oficial Easy Rider, de Dennis Hopper, otra de las películas que rompieron los esquemas de la industria. España presentó dos filmes a concurso: Cría cuervos, de Carlos Saura, que obtuvo el Premio Especial del Jurado, y Pascual Duarte, de Ricardo Franco, con el que José Luis Gómez conseguiría el premio de interpretación masculina. Los informadores, por su parte, también tuvieron su sobredosis de sobresaltos al contemplar estupefactos cómo el presidente del jurado, el gran Tennesse Williams, convocaba a los medios en mitad del certamen para manifestar su repulsa por la secuencia del filme de Ricardo Franco en la que se asestaban varias puñaladas a una mula, un hecho insólito por cuanto los miembros del jurado tenían prohibido expresamente comentar sus opiniones antes de que se comunicara el palmarés. Mario Vargas Llosa, miembro también del jurado, tuvo que batallar de lo lindo para conseguir el reconocimiento de la interpretación de José Luis Gómez. Williams no soportaba la crueldad con los animales, aunque tampoco le importaba premiar a un taxista psicópata.
La terraza del Carlton era más relajada y divertida. Una vista extraordinaria del mar; un trasiego constante de productores, realizadores, exhibidores, distribuidores, paparazzi y estrellas que, en ocasiones, alcanzaba cimas inolvidables, como cuando Linda Lovelace (Garganta profunda), a petición de la clientela, hizo un strip-tease encima de una de sus inestables mesas. La estrella del porno había rodado, después de su espectacular éxito laríngeo, Super climax, de Claudio Bernabei y Joe D'Amato, y Midnight Blue 2, de Al Goldstein. Más tarde, a los 53 años de edad, moriría arruinada, con el hígado destrozado, renegando de su pasado y con la conciencia de que había sido explotada por todos los que usufructuaron su éxito popular. No todo es Hollywood.
La gente famosa entraba o salía del Carlton, tuviera o no película a concurso, porque siempre se rentabilizaba la visita. En una mesa discreta podía estar Serge Silberman, un veterano productor mucho más importante de lo que su aspecto denotaba. En otra, Fassbinder con su séquito provocador. Los gin-tonics del atardecer permitían conocer y conversar con gentes como Marco Ferreri ?amable y divertido, fascinado por Bilbao, de Bigas Luna? o fumarse algún puro de los que generosamente repartía Sainz de Vicuña antes de la paranoia antitabaquista vigente. Berlanga convocaba a su alrededor a buena parte de la crítica española para comentar las incidencias del festival y, sobre todo, el espléndido aspecto de algunas de las damas que deambulaban sin cesar. Por aquellas tertulias podían pasar una jovencísima Victoria Abril o una belleza como Ángela Molina, o también divisar entre guardaespaldas a David Bowie o al gran Cassius Clay, en promoción de su Yo, el mejor, el filme de Tom Gries.
En cualquier bocacalle de La Croisette se podía tropezar con un Dennis Hopper dando tumbos (cimentar la leyenda siempre exige dedicación), llegado para arropar el lanzamiento de Tracks, de Henry Jaglom, con una radiante Taryn Power, o ser invitado a una cena restringida en compañía de Charlotte Rampling y su pesado marido, Jean-Michel Jarre, o a un almuerzo con Louis Malle y Susan Sarandon por su filme Atlantic City (ventajas, sin duda, del diario que se representaba); también se podía compartir restaurante marinero con Nino Manfredi y Ettore Scola, dando buena cuenta de una bullabesa. Por cierto, que el cartel de la estupenda película que defendían, Brutti sporchi e cattivi (Feos, sucios y malos), podía parecer un homenaje a buena parte de la crítica española acreditada en aquel Cannes de 1976, un grupo divertido con varios cojos, asmáticos e incluso un par de daltónicos entre sus componentes. Sesiones hubo en las que, tras unos minutos de angustia, los asistentes rompían en aplausos para celebrar el que Alfonso Sánchez hubiera superado su interminable golpe de tos.
Entrada la noche era el turno de las fiestas. Las productoras que querían deslumbrar y podían hacerlo organizaban fiestas que nunca finalizaban antes del alba. Discotecas, yates enormes o villas privadas acogían a los invitados seleccionados previamente en función de intereses económicos o propagandísticos. Eran momentos propicios para las leyendas y los delirios: siempre había alguien que sorprendentemente decía haber enhebrado conversación de tú a tú con Jane Fonda, Roman Polanski o Mick Jagger. Incluso los había que juraban haber recibido felicitaciones entusiastas de gentes como los citados u otros similares por su cortometraje, añadiendo, para dar verosimilitud a lo narrado, que un primo suyo les había hecho llegar una copia. Si se era piadoso, se mostraba cierto interés; si no, se le mandaba a paseo.
El año 1979 fue especial. Anclado en medio de la bahía estaba un imponente yate en el que se alojaba la troupe de Francis Ford Coppola. El realizador presentaba su impresionante Apocalypse now. Las dos ruedas de prensa oficiales que se tuvieron que montar para acoger a todos los medios que deseaban informar fueron, probablemente, dos espectáculos difícilmente repetibles. La enorme sala del Palacio del Festival se llenó con medios escritos, en una de ellas, y con televisiones y radios, en la segunda. Contemplar a quien ya había realizado la primera parte de El padrino contestar a 300 o 400 periodistas y a otras tantas cámaras y micrófonos era tan impresionante como sus secuencias de helicópteros, napalm y Richard Wagner. Todo era grandioso, casi excesivo.
Fue el mismo año en el que en una sala de barrio, dentro del mercado del filme, Franc Roddam presentaba Quadrophenia, acompañado, eso sí, por la banda que había grabado el disco: los Who, con Pete Thowsend a la cabeza. Normalmente, las películas que se exhibían en los cines marginales sólo congregaban a los comerciantes y, esporádicamente, a cinéfilos recalcitrantes. Pero los Who eran otra cosa. La estrecha calle del local estaba abarrotada de fans desde mucho antes de que llegaran los tres imponentes Bentley precedidos por 15 o 20 motoristas municipales vestidos con sus mejores galas y sus mejores Ray-ban. Llegaban cuatro rockeros, algunos de los cuales tenían serias dificultades para mantenerse erguidos, pero la escenografía era similar a la llegada de la reina Isabel. En la acera les esperaba un individuo de aspecto más que discreto: Bill Wyman, ex Rolling Stone, al que abrazaron los Who mientras les enseñaba una gran bolsa de marihuana, sin duda un detalle para la posterior fiesta en una villa privada alquilada para la ocasión. Los 15 o 20 motorizados municipales miraban para otro sitio mientras los cientos de fans chillaban sin parar. Una vez dentro, Roddam nos contó una extraordinaria y triste epopeya de mods. Días más tarde, los Who dieron un estupendo concierto en la cercana Frejus. Hubo varios heridos por la violencia de los que se quedaron sin entradas o pretendían colarse. La Riviera francesa era una montaña rusa con subidas y bajadas espectaculares.
El drama de Cannes es que durante 15 días ofrece tantas alternativas y tentaciones que resulta inevitable elegir constantemente. Guillermo Cabrera Infante tituló uno de sus libros Cine o sardinas, opción que les ofrecía la madre para gastar el poco dinero del que disponían. En Cannes, es cine o muchas cosas más: restaurantes de lujo como L'Age d'Or, con sus crudités prodigiosas; fiestas; excursiones a pueblos tan seductores como Saint-Paul de Vence, con su Fundación Maeght y la extraordinaria La Colombe d'Or, en donde el visitante podía encontrar en su terraza a Simone Signoret o a Jorge Semprún; o Grasse, con sus increíbles campos de flores, por los que paseaba uno de sus residentes más afamados, Dick Bogarde, antes de que Patrick Süskind lo catapultara a la popularidad de los best-sellers con El perfume.
Los más poderosos podían optar también entre el casino, con las legendarias e inagotables historias de jeques, multimillonarios y ludópatas, o el cercano Montecarlo, con su cinematográfica princesa, tan guapa como atenta a los negocios de la 20th Century Fox, fallecida en 1982. Por no hablar de Antibes ?refugio final de Graham Greene?, de Juan les Pins o Saint-Tropez.
Los últimos 60 años del certamen recogen casi todo lo mejor del cine mundial. La ciudad y sus alrededores simbolizan desde hace más de un siglo el lujo absoluto.
?Gracias al festival, ?Bilbao? se vendió?. Por Bigas Luna
Para mí, el festival ha sido una pieza importantísima en mi carrera. Cuando terminamos Bilbao, que era una película en la que todos habíamos puesto mucha ilusión, energía y riesgo económico, recuerdo que Pepón Corominas y yo tuvimos que aceptar una cláusula en la que todo lo que pasara del presupuesto aceptado por los financieros lo teníamos que pagar los dos. Decidimos con nuestro distribuidor Toni Solé hacer una proyección para uno de los exhibidores más importantes del país. Al acabar el pase, dijo: ?¿Quién ha hecho esta mierda??. Yo, que estaba en la sala, me levanté y le dije que la película era mía. Sorprendido, se disculpó porque no imaginaba que el director podía estar allí. Pensamos que la película no se iba a estrenar nunca.A los pocos días me llamó Pepón y me dijo que habían llamado de Fotofilm Madrid porque un director había ido a ver unas pruebas y en la sala de proyección una chica estaba comprobando a marcha rápida una copia de Bilbao. Al ver las imágenes le había interesado mucho, y nos pedían permiso para pasársela entera. Cuando pregunté el nombre del director, para mi sorpresa era Marco Ferreri, el director italiano, que me interesaba muchísimo. Vio la película y salió entusiasmado. Nos llamó para decirnos que la quería recomendar en Cannes para la Quincena de Realizadores. Mandamos una copia a París para que la viera Jean-Pierre Delaux, director de la Quincena, al que también le entusiasmó y la programaron. Marco Ferreri nos hizo una propuesta de compra para Francia e Italia. A partir de aquí, todo fueron éxitos. Los pases de la Quincena, de dos se convirtieron en cuatro por la cantidad de gente que quería verla y no tenía sitio en la sala. Numerosos directores de renombre europeos fueron a verla; recuerdo especialmente a Berlanga y Fassbinder, que al acabar me abrazó con entusiasmo. El día que se estrenó en Barcelona fui a la sesión de las cuatro de la tarde para ver si había gente, y la cola ¡daba la vuelta a la manzana!Gracias al festival de Cannes, una película que yo llegué a pensar que no se estrenaría, se vendió a todos los países. Fue la película que me dio a conocer en Europa. Marco Ferreri hizo de padrino, y la presentó conmigo en Italia y Francia. Tengo un recuerdo estupendo de estas presentaciones con él. Fuimos a comer en un restaurante de Milán en el que le conocían, y pidió un cordero entero, del que nos comimos entre los dos la mitad. Hicimos la siesta estirados en unos bancos de un reservado en el mismo local y cenamos en el mismo restaurante con una gente con la que habíamos quedado. Comimos el resto del cordero. ?Una grand bouffe a lo Ferreri?, maravillosa.
?Disfruté con el premio?. Por Carmen Maura
Si vas al festival de Cannes, más vale que seas un poco importante, porque, si no, no te van a invitar a nada y nadie te va a preguntar cosas, y te vas a sentir como un desperdicio de la naturaleza. Te conviene salir de casa con la moral muy alta. De por sí, los festivales no son mis fiestas preferidas, y Cannes es un festival très important con gente très important y premios superconsiderados. Eso, de primeras, a mí me limita el disfrute.Pero en mi último Cannes disfruté un montón practicando mi francés a tope y mi seudoinglés, y me reí cantidad, sobre todo con la aventura del premio a todas las actrices.Domingo, once de la mañana: ?Que os han dado el premio a todas, que hay que ir?. ¿Me da tiempo a lavarme la cabeza? ¿Y qué me pongo? ¿Tengo medias? ¿Las habrán localizado a todas? ¡Qué divertido! Para ?las hijas tontas del padre prior? (así nos llamaba Blanca Portillo a Lola Dueñas, Yohana Cobo, ella y yo) fue una auténtica sorpresaza. Ni se nos pasaba por la cabeza que tendríamos que volver por Volver. Llegada, make-up, habitaciones, trajes, Lola, Blanca, Yohana? Sentí mucho cariño al verlas tan emocionadas, nerviosas y felices? Y eso sí, las tres muy graciosas, cada una a su estilo. Recibir el premio, allí con los franceses, las cinco españolas, una gozada? Sentí como si representáramos a todas nuestras actrices.Nos dieron la Palma (por cierto, una monada de palmita supermanejable), y a partir de ahí no paramos de reírnos hasta que a las tantas acabamos con todo el champaña las cuatro en mi habitación. (Si no hablo de Penélope y Pedro no es por nada, es porque ellos estaban en otro rollo, y siempre rodeados de flashes y guardaespaldas). Nosotras tuvimos uno (guardaespaldas) monísimo que, como no podía perder de vista mis carísimos brillantes prestados, nos protegió toda la noche.Mención especial para Patrice Leconte (maravilloso dire francés), que fue especialmente cariñoso con nosotras. Y gracias desde aquí a las chicas que hicieron que mi Cannes 2006 fuera especialmente divertido, una pieza importantísima en mi carrera.
El mejor de todos. Por Alex de la Iglesia
El mejor Cannes fue el primero. Luego ya volví para trabajar y no tenía gracia. Recuerdo que tenía una cita importantísima con un productor importantísimo, algo que iba a cambiar radicalmente mi carrera. Me llevó Flavio en su coche. Flavio pasaba Justino, el asesino de la tercera edad en Cannes, y quería estar presente en el pase de los distribuidores.La emoción era tal, que nos emborrachamos sin bajar del vehículo. No sé cómo llegamos, nos pasamos Cannes y tuvimos que volver un par de veces. Cuando por fin acertamos con la proyección, el agotamiento se apoderó de mí. Me dormí. Lo peor no fue hacer ese desprecio a mi gran amigo, productor de la película; lo peor eran mis ronquidos, que no dejaban a nadie escuchar los diálogos. Flavio me golpeaba la cara con un periódico, luego me daba patadas, pellizcos, pero nada.Después del pase decidimos que sería magnífico ir a celebrarlo. Nos encontramos con otros amigos de la profesión que al parecer preferían el bar a la sección oficial. De pronto advertí, horrorizado, que era ya de noche. Salí del bar dando tumbos, intentando encontrar el lugar de la cita con el productor, que, desgraciadamente, había olvidado.La angustia me hizo correr más de la cuenta, provocando en mis ingles unas rozaduras sangrantes. El dolor era inhumano. Flavio me gritaba que fuera más rápido, mientras se reía a carcajadas, pero era inútil.No llegué a la cita. Tras un rato refrescándome en la playa, la situación mejoró considerablemente. Sin embargo, el disgusto fue mayúsculo. Pensamos que lo mejor era olvidarlo todo en una de las muchas fiestas que Cannes ofrecía a los esforzados cineastas. No nos dejaron entrar en ninguna, pero tampoco nos importó mucho. Recuerdo perdernos de nuevo intentando llegar al hotel de ninguna estrella donde dormíamos.Allí volvieron a hacer acto de presencia los desafortunados ronquidos. Creo que volvimos a Madrid al día siguiente, derrotados, pero felices.
De Cannes a Cantalojas. Por Icíar Bollaín
Con la lata todavía ?caliente? del laboratorio salimos con Flores de otro mundo hacia Cannes. Estábamos seleccionados en la Semana de la Crítica, que ese año dirigía un grupo de mujeres con mucho más entusiasmo que medios (ellas mismas preparaban los canapés de la fiesta de inauguración y clausura) y tenían la oficina literalmente a la espalda o culo del Palais del Festival. No había alfombra roja ni sonaba música alguna al entrar en las proyecciones, a las que no asistía ningún invitado de glamour, pero no podíamos ser más felices. Con mi segunda película estábamos, para nuestro propio asombro, en el Festival de Cannes. Nos hicimos mil fotos delante de nuestro cartel, que tenía una palmera plantada justo delante, en la Croisset; nos desmayamos en un ascensor del hotel en el que bajaban Susan Sarandon y Sean Penn; nos colamos en las fiestas de los demás, incluida la de Almodóvar, que concursaba con Todo sobre mi madre, e hicimos entrevistas con los periodistas más freaky para los medios más peregrinos. Además de en el festival, las películas de la Semana se proyectaban en cines del ?extrarradio? de Cannes, en horario diurno para el público local, con el que se establecía un coloquio tras la proyección. De una espectadora francesa me llevé una carta y fotos para la familia de su marido, oriundo de Cantalojas, el pueblo donde rodamos la película.Y allí precisamente nos fuimos después del festival; del espectacular ?Can? al no menos espectacular Can? talojas, donde nos esperaba todo el pueblo para el estreno ?mundial?. En el frontón, bajo las estrellas, 2.000 personas de todas las edades contemplaron la película sin dejar de hablar, reír e incluso llorar cuando aparecía algún abuelo que había muerto después del rodaje. Fue la proyección más interactiva que haya tenido nunca la película, y lo que siguió, la borrachera más multitudinaria que yo haya presenciado?Al día siguiente, con tremendo resacón, supimos que habíamos ganado el Premio de la Crítica; para el pueblo, la mismísima Palma de Oro. Se quedaron celebrándolo otra vez mientras nosotros volvíamos a Cannes a recoger un metacrilato largo y retorcido, otorgado por todos los periodistas acreditados en el Festival. Gracias al cual y a nuestra presencia en la familiar y acogedora Semana se nos abrieron las puertas para el estreno en Francia y otros países europeos.
Cultura y negocios cogidos de la mano. Por Diego Galán
Es el festival más importante del mundo, pero no el más antiguo. Comenzó su andadura como réplica airada al festival de Venecia, que los fascistas de Mussolini venían promoviendo con éxito desde 1932. Los franceses encontraron en Cannes un lugar placentero para organizar un festival de ideales democráticos, y abrieron triunfalmente sus puertas el 1 de septiembre de 1939. Con tan mala fortuna que sólo pudo celebrarse el acto de inauguración. Esa misma noche, Hitler invadió Polonia. Louis Lumière no pudo presidir el jurado, y las estrellas invitadas tuvieron que marcharse por donde habían venido: Gary Cooper, Mae West, Tyrone Power, Douglas Fairbanks, Charles Boyer? Así es como el festival de cine de Cannes nació marcado por la marcha de la historia, y a partir de entonces, de algún modo, ha ido aceptando año tras año la misión de dar cuenta de ella?, aunque a veces de forma involuntaria. Hubo que esperar al final de la guerra para reanudar las actividades, o en realidad para comenzarlas. En 1946 ya no se trataba de competir con el festival de Venecia, sino hasta de hermanarse con él, y también de aunarse con todos los países posibles. Cannes tuvo clara desde el principio su vocación internacionalista?, sin olvidar el debido protagonismo del cine francés. C?est la vie, mon vieux. El jurado de aquel primer festival de 1946, compuesto por 18 personas de diversos confines, tuvo que juzgar más de 40 películas en 15 días, logrando milagrosamente que casi todos los países participantes recibieran algún premio. Pasó de todo en aquel primer festival; el ministro de turno se equivocó y soltó un discurso inaugurando el ?primer festival de agricultura?. Encadenados, de Hitchcock, se proyectó con los rollos cambiados. Y los dueños de los cines se declararon en huelga, temerosos de que el festival fuera a perjudicar sus negocios. No todo fue un camino de rosas. Pero los comerciantes de Cannes no tardarían en cambiar de opinión. Y desde hace tiempo saben que en el festival tienen la mejor fuente de ingresos del año, que los rollos de las películas ya no se cambian, y que los políticos no echan discursos, porque saben que la gente va a otra cosa. El festival funciona como una maquinaria perfecta. El camino hasta convertirse en el encuentro cinematográfico más atrayente del mundo ha tenido tropiezos. Pero tras construir un palacio propio; obtener en sus inicios el respaldo intelectual de Sartre, Picasso y Cocteau, y atraer la potencia industrial del cine de Hollywood, Cannes ha encontrado fórmulas para enlazar el talento con el negocio?, y con las starlettes en la playa, lo que atrajo de inmediato el interés de los paparazzi, incorporados ya para siempre a la gran fiesta del cine. Dicen que fue en Cannes donde Kirk Douglas, Gregory Peck, Olivia de Havilland y Melina Mercouri encontraron a sus parejas estables, y donde Grace Kelly comenzó a convertirse en princesa de Mónaco, y donde Rita Hayworth se enamoró de Aly Khan? ¿Qué más glamour se puede pedir?Cuanto más grande se ha ido haciendo, más sonoras han sido las noticias que ha ido propiciando el festival. Edward G. Robinson protestó, siendo miembro del jurado, contra la película Bienvenido Mr. Marshall porque pensó que Berlanga se mofaba de su país. Años después, para no disgustar a los norteamericanos, dicen que el festival rehusó Al final de la escapada, de Godard, película emblemática de la nouvelle vague, a la que tan reiteradamente Cannes cerró sus puertas. También fueron rechazadas Ocho y medio, de Fellini; Los pájaros, de Hitchcock, y, años después, Mujeres al borde de un ataque de nervios, de Almodóvar. Nadie es perfecto. La Palma de Oro a Viridiana, de Buñuel, organizó un gran follón de protestas por parte del Gobierno de Franco. También protestó una delegación soviética por una película que a ellos no les gustaba; al año siguiente, esa misma delegación fue detenida al descubrírsele en las maletas 120 kilos de caviar. Marcel Pagnol hizo famoso su grito ?¡el cine ha muerto!, ¡viva la televisión!?, y quedó para la posteridad cómo jóvenes airados impidieron la celebración del festival en pleno Mayo del 68: Truffaut, Godard, Lelouch, Berri, Polanski, Malle, entre muchos otros, pararon la proyección de Peppermint frappé, de Carlos Saura, quien, junto a Geraldine Chaplin, ayudaba igualmente a que se echaran las cortinas de un festival en ese momento insensible a la realidad de la calle? Frente a cada problema, el festival ha ido encontrando acomodo oportuno. Tras el escándalo de 1968 se creó la Quincena de Realizadores, donde los jóvenes descontentos podrían expresarse. Y hoy día, ante el reto de las nuevas tecnologías, Cannes está siendo pionero en adoptarlas? De modo que, pasito a pasito, crisis tras crisis, este festival se ha convertido en la cita obligada de todas las gentes del cine. ?Quien no va a Cannes es que está muerto?, se dice. Por sus pantallas han pasado algunas de las mejores películas: de Antonioni, Buñuel, Welles, Truffaut, Bertolucci, Kusturica, Coppola, Scorsese, Techiné, Soderberg, Saura, Coen, Lynch, Visconti, Fellini, Wenders, Tarantino? Y cada año acuden más productores, compradores, estrellas, críticos y mucha gente de adorno. Ningún otro festival lo ha sabido combinar mejor. Sin embargo, también poquito a poco, esa misma grandeza puede estar siendo su talón de Aquiles. Quién lo sabe. Queda tanto aún por venir?
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