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Una espantosa pesadilla

Javier Marías

Tras la matanza de treinta y dos personas en la Universidad Politécnica de Virginia, en un lugar ominosamente llamado Blacksburg, y a cargo de un individuo megalomaniaco y con pésimas pulgas en posesión de un arsenal privado, la única manera de que los europeos nos podamos hacer una idea de los peligros que acechan a diario al ciudadano de los Estados Unidos, es imaginar que a este lado del Atlántico rigieran las mismas leyes respecto a la compra y posesión de armas de fuego y que, en consecuencia, como allí sucede, al menos hubiera una en el 40% de los hogares; que en uno de cada cuatro de éstos hubiera una pistola metida en un cajón; y que uno de cada tres europeos estuviera normalmente armado. O, para ceñirnos a España, que, si en la primera potencia mundial hay unos 270 millones de habitantes y unos 190 millones de herramientas mortíferas en manos particulares, aquí el número de aquéllas rondara los 32 millones.

Hay que figurarse que una buena parte de los afortunados poseedores llevaran sus armas cortas normalmente consigo, en el bolsillo de la gabardina, en la guantera del coche o con su funda bajo la axila. Como es lógico, el uso injustificado del instrumento estaría debidamente penado, al igual que en los Estados Unidos. El problema es que, por mucho que después se la cargara el aventado que disparara sin suficiente motivo, en un acaloramiento o en un rapto de orgullo, los tiros ya habrían salido y entrado y el daño sería irreversible, con el muerto muerto y sin nadie que lo resucitara. Habría que imaginar asimismo que, como sucede en el Estado de Virginia y en algunos otros, la casi única limitación a la hora de adquirir armas de fuego fuese la de dejar pasar un mes entre la compra de una y otra (aparte de exhibir un certificado de penales limpio y alguna otra coseja por el estilo). Es decir, la de poner a cada ciudadano el tope de doce armas nuevas al año, lo cual supone que un sujeto aficionado al tiro tan sólo podría tener en casa sesenta al cabo de un lustro bien aprovechado. "Hombre, ya es primero de mes", se diría el fulano, "voy a agenciarme el lanzagranadas, que me falta".

Hay que imaginarse, por tanto, que en este país nuestro de mala leche frecuente, el conductor atrapado por culpa de la doble fila, y que se lía a pegar bocinazos jodiendo a un vecindario entero, pudiera liarse también a tiros; lo mismo que ese otro al que le rozan la pintura y se apea en el acto hecho un basilisco. Que los maltratadores de mujeres (llevamos veintidós muertas este año, cuando escribo) no sólo dispusieran de sus manos, gasolina, cuchillos y bates de baseball para cargarse a sus víctimas, sino que además pudieran pasarse en cualquier instante por una armería y salir de ella con un Barrett 90, por aquello del alejamiento. Que los pandilleros, los neonazis y los ultras del fútbol tuvieran todos ?mes a mes, pacientemente? por encima de la docena de armas, y la consiguiente tentación constante de hacer uso de ellas. Que los armeros y la Asociación Nacional de la Pipa pensaran como el que le vendió las suyas al grillado de Blacksburg, a saber: que si se hubiera permitido entrar pistolas en el campus, habría habido muchos menos muertos, porque alguien habría abatido al psicópata a mitad de su carnicería. ¿Se imaginan a los españoles practicando en sus casas como Jack Palance en Raíces profundas, a ver quién es más rápido por si acaso? Claro que el dependiente aún mostró más clarividencia a la hora de defender la Segunda Enmienda de la Constitución americana, de hace sólo un par de siglos, y que permite que la población vaya armada: "Mire, señora", le dijo a la corresponsal de este periódico, "si no fuera por mi derecho a armarme, yo hoy hablaría con acento británico y usted en alemán". Hay que pensar un poco para adivinar lo que le quiso decir, pero ya lo pillo: los Estados Unidos serían aún colonia inglesa y España estaría invadida por los nazis, porque, como bien se sabe, fueron milicias que iban por libre y con gorro de trampero las que derrotaron a Hitler, sin que tuvieran nada que ver Churchill ni Stalin.

También conviene imaginarse a la gente que conocemos ?sea en persona, por la televisión o la radio? portando un Ruger GP-100 o una Glock 17. A todos se nos ha puesto alguien hecho un venado, hasta en discusiones de sobremesa, así que yo, a partir de ahora, voy a dar gracias al cielo de la Unión Europea de que algunos con los que me he topado estuviesen desarmados. Hay que imaginarse que Arzallus o Jiménez Losantos, por mencionar a dos irascibles notorios, pudieran llevar revólver. O que lo portaran Aznar, Sarkozy o los infernales muñecos Kaczynski, por pensar en cuatro caras torvas, o son sólo tres, bien mirado. O que pudieran desenfundar en cualquier momento José Blanco y Martínez Pujalte (más valdría que estuvieran a solas, frente a frente). En cuanto a Esperanza Aguirre, que últimamente se pasa la vida pegándole a bolas con expresión aviesa (de golf, de tenis, de lo que se tercie), no quiero ni figurármela con la posibilidad de pegarle a balas. Bruselas nos libre.

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