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Columna
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Wagner en Weimar

El pasado 15 de abril se estrenó en el Teatro Nacional de Weimar, La Walkiria, segunda parte de la tetralogía El anillo del nibelungo. Como es frecuente en este país, al final de la representación, un público entusiasta aplaudió largo rato, éxito que luego ha confirmado la crítica. Un decorado sencillo, unos personajes, tanto los dioses como los humanos, vestidos como gente de nuestro tiempo. Suprimida la parafernalia mitológica, el ambicioso drama musical logra convertirse en una tragedia familiar. En el mismo sentido, el director de la orquesta, Carl St. Clair, que pronto dará el salto a la Opera Cómica de Berlín, tal vez frustró a los viejos wagnerianos al mantener un tempo lento, moderando el tono enfático de los instrumentos de viento. Confieso que, pese a su dificultad técnica, no soy muy amigo de la teatralidad emocional de la música de Wagner, máxime cuando el cine la ha manipulado tanto. En ocasiones me olvido de lo que ocurre en el escenario, y por mi mente pasa una secuencia de una película, vista hace tiempo.

En Weimar, de historia gloriosa y trágica, nació la primera Constitución democrática de Alemania

En el momento en que la tragedia ateniense gozaba del mayor prestigio, un Wagner megalómano introduce la mitología germánica, en el empeño de imitarla, a la vez que, al añadir la modernidad de la música, pretende superar el paradigma griego, con la ambición desmesurada de lograr así la obra de arte plena. Pero, mientras los griegos creían en los dioses que aparecen en escena y estaban vivos los mitos que representaban, la mitología germánica hacía siglos que había desaparecido. No ha de extrañar que parezcan de cartón piedra dioses y mitos que de manera tan artificial un nacionalismo exacerbado había intentado recuperar. El nacionalismo inventa los mitos que necesita, y el joven revolucionario, convertido en un nacionalista reaccionario, monárquico absolutista y antisemita furioso, ofrece la nueva mitología que se le pide.

No se debe a ningún malentendido el que el nazismo se hubiese identificado plenamente con la obra de Wagner, que hasta hoy sigue siendo expresión nítida del nacionalismo que engendra el siglo XIX, causa de las tragedias sufridas en el XX. El mérito de la puesta en escena de Weimar es que, traicionando la intención de Wagner, diluye al máximo la mitología sobre la que trata de sostenerse un nacionalismo desaforado. No obstante, no deja de ser sintomático del tiempo en que vivimos el que asistamos en Alemania, y fuera de Alemania, a un renacimiento de Wagner.

En la segunda mitad del siglo XX, la opera se ha convertido en un fenómeno casi exclusivamente alemán. Si los he contado bien, en Alemania hay por lo menos 35 teatros de opera y, si no me engaño, Berlín es la única ciudad del mundo en que existen tres con representaciones diarias. En cambio, los inmensos Estados Unidos tienen 10, nueve Italia y ocho Francia, por no mencionar sino los países con mayor tradición operística. Cierto que la difusión de la ópera en Alemania se ha mantenido gracias a las subvenciones públicas, pero llama la atención que después de la II Guerra Mundial tanto la Alemania de la restauración, como la comunista, empujadas por un mismo nacionalismo subyacente, hayan competido también en este campo.

Una ciudad como Weimar, con poco más de 60.000 habitantes, desde los tiempos en que este pequeño ducado se convirtió en el centro cultural de Alemania, mantiene un llamado Teatro Nacional Alemán. El turista visita las casas de Goethe, Schiller, Wieland y Franz Liszt, el suegro de Wagner, sin pensar que Weimar es una de las primeras ciudades en la que los nazis coparon el Ayuntamiento, expulsaron al movimiento de arquitectura y decoración Bauhaus, entonces con evidentes simpatías comunistas, y que hoy da nombre a la universidad, para luego construir en los bosques en los que se paseaba Goethe el campo de concentración de Buchenwald. Todo ello configura la historia gloriosa y trágica de una ciudad en la que además nació la primera Constitución democrática de Alemania.

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