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Columna
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Pedir perdón

¿Han de cargar los hijos o los nietos con las culpas de los padres o abuelos? En caso de respuesta afirmativa, ¿hasta dónde debemos cargar con el costal? ¿Dónde y cuándo termina la cadena culposa? ¿Hay que pedir perdón por lo que no hemos hecho? ¿Cómo y cuándo? ¿En qué términos y sobre qué expedientes, impresos o papeles oficiales? ¿Cómo diablos se redimen las culpas que no nos corresponden? ¿Basta con afiliarse a un partido de izquierdas -como los señoritos de la generación poética de los 50- para hacerse perdonar unos padres o abuelos burgueses y franquistas?

Hay que pedir perdón, de acuerdo, está muy bien. En la espina dorsal del cristianismo (es decir, no en la Cope) late el perdón con fuerza, el perdón como un acto y un hecho y no como una idea (el cristianismo, no conviene olvidarlo, celebra hechos, no ideas). Desde un punto de vista cristiano o desde el pensamiento agnóstico pedir perdón es algo saludable, excelente, aunque también difícil. ¿Qué es más fácil, saber pedir perdón o saber perdonar? A veces lo más arduo es saber perdonarse a uno mismo, pero esa es otra historia. Nuestra historia es la misma de siempre. La más triste de todas las historias, ya saben, la que empezó un 18 de julio de 1936. Los políticos han desenterrado el hacha de la paz, eso dicen. Y con el hacha de la paz en la mano andan zascandileando de un lado a otro, sin temor a cortarse o cortarnos.

El Gobierno vasco exige al Ejecutivo central que pida perdón por el bombardeo de Gernika. Zapatero debe pedir perdón. Es lo que le faltaba a Zapatero, ese ser vengativo que respira rencor familiar y decide los premios Cervantes. Lo más curioso es que el Gobierno de Ibarretxe considera al Gabinete de ZP heredero de las autoridades legítimas de la II República española y, por tanto, según sus peregrinas deducciones, legitimado para pedir perdón en el nombre de España. Da lo mismo que Roma haya abolido el limbo, muchos siguen en él y nada indica que lo desalojen. Maravilla la facilidad con la que unos atribuyen a otros las herencias históricas. De pronto te conviertes, sin saberlo, en legatario de Manuel Azaña y, por el mismo precio, en heredero de las deudas de Franco. La guerra, al parecer, fue una lucha entre vascos y españoles, o mejor: entre Euskadi y España. Por eso ahora España (Zapatero) debe pedir perdón por sus pecados (los de España) a los vascos (es decir, al Gobierno de Ibarretxe).

Ha estado ágil esta vez Patxi López preguntando a Ibarretxe si pedirá perdón por los vascos que apoyaron a Franco en la última Cruzada. Vascos descarriados, pero vascos al fin, y no sólo plutócratas desnaturalizados, sino gentes de todas las clases que apoyaron al bando ganador de la Guerra Civil. Dinero vasco y combatientes vascos y hasta poetas y músicos vascos componiendo alguno de los himnos que serían entonados en aquella al parecer interminable guerra. Y multitud de vascos comunicantes, es decir, vascos que se pasaron de un bando a otro sin variar su comunión diaria. ¿Un gudari de Gernika se parecía más a un anarquista catalán o a un requeté de Lesaka? ¿Quiénes hablaban en el mismo idioma y comulgaban con idéntica fe? La vasquidad, como la fama, tiene también su precio. Hay que asumir la Historia y aprender a mirarse en el espejo. Es lo que ahora le pide Patxi López a Ibarretxe: que él también asuma las culpas ajenas y pida perdón. ¿A quién, a quiénes y en el nombre de quién? ¿Quizás en nuestro nombre? Lo importante es que aprenda y que pida perdón. La pedida de perdón podría convertirse en el deporte nacional de los vascos, y no estaría mal. Pasar de los deportes en los que prima la fuerza bruta al ejercicio espiritual del perdón podría transformarnos tanto como leer a Paulho Coelho.

La realidad, con todo, es que ni Zapatero ni Ibarretxe están obligados a pedir perdón por las atrocidades de la guerra civil en el nombre de nadie. Sería insoportable verlos diariamente pidiendo y exigiendo perdones, convirtiendo el perdón (y eso sí sería grave) en algo parecido a los saludos televisivos, esos en los que el personal se empeña en recordar a toda su familia, a su querido abuelo falangista y al otro, al miliciano, a su padre requeté y a su tío gudari y a su otro tío el cura y a toda su infinita parentela. Tanto pedir perdón, en fin, sería imperdonable.

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