De qué lado estar
Los niños de mi época solíamos jugar a policías y ladrones y a indios y vaqueros, como los de todas las generaciones, supongo, desde que existieron las leyendas del Lejano Oeste, o por lo menos las hoy injustamente olvidadas novelas de Zane Grey y las más justamente olvidadas del alemán Karl May, el autor favorito de Hitler (al parecer atesoraba la colección completa de las aventuras del blanco Old Shatterhand y el piel roja Winnetou). Pero, modas aparte, como la de romanos y cartagineses, griegos y troyanos o piratas y almirantes, también jugábamos a nazis contra aliados. Al fin y al cabo, si bien se piensa, cuando yo tenía ocho o nueve años –edades bastante guerreras–, desde el final de la Segunda Guerra Mundial había transcurrido menos tiempo que el que hoy nos separa de la primera Guerra del Golfo, que no resulta nada remota. Aunque la España de Franco había apoyado a los nazis en su día, si no con tropas sí con toda la fuerza de sus deseos, para la mayoría de los chicos estaba muy claro quiénes habían sido los villanos de aquella contienda, con algunas excepciones explicables: recuerdo que mis primos, el difunto cineasta Ricardo Franco y el pintor Carlos Franco, elegían el bando nazi, pero eso se debía sin duda a que su padre había luchado con la División Azul en Rusia. A lo que no se jugaba, curiosa o significativamente, era a la Guerra Civil, o a lo que podría haberse llamado "nacionales y republicanos". Quizá era una tragedia demasiado cercana para convertirla en juego de niños, o acaso es que los críos que hubieran optado por las filas de los segundos se habrían visto en un aprieto o habrían puesto en uno más grave a sus padres.
Pero con la Segunda Guerra Mundial apenas cabían dudas: "ser" inglés o americano solía ser lo apetecible, "ser" alemán un oprobio. Y me resisto a creer que la preferencia se debiera tan sólo a que los aliados la habían ganado, pues en nuestros combates de troyanos y griegos la mayoría queríamos formar parte de aquéllos, los ilustres perdedores. Desde entonces, desde la niñez, se me hizo muy patente que la neutralidad era casi imposible. Si uno estudiaba un episodio histórico en el colegio, resultaba difícil no inclinarse por alguna de las partes en conflicto, lo mismo que cuando traducíamos a Julio César o la Iliada. Si veíamos un partido de fútbol, aunque nuestro equipo no participara, lo normal era desear la victoria de uno de los dos rivales, por motivos caprichosos a veces. Si uno leía una novela o veía una película, resultaba inevitable identificarse con el protagonista y esperar su supervivencia y su triunfo, o bien, si el personaje era empalagoso, cambiarse al bando de los malos, que a menudo eran más divertidos. Lo que rarísima vez se daba era asistir a algo, lo que fuera, con absoluta indiferencia, o, lo que era aún más frustrante, con desagrado por todos los adversarios.
Era una manera de estar en la vida, de participar en ella vicaria o imaginativamente, que desde hace bastante tiempo tengo la sensación de que se ha terminado. ¿No les sucede también a ustedes, cada vez con más frecuencia, que cuando dos literatos o periodistas litigan en la prensa, les parecen a cual más imbécil y que a ninguno la razón asiste? ¿Que cuando ven discutir y gritarse en la televisión a unos cuantos, sea en debate "político" o en programa de bajuras, encuentran a casi todos odiosos, zafios, falsarios y obtusos, y les resulta imposible estar de acuerdo con nadie? Y qué decir de los conflictos reales: los políticos israelíes se comportan como bestias desde hace mucho, pero no se hace fácil sentir la menor simpatía por sus colegas palestinos; las huestes de Al Qaeda son la peste, pero los actuales Estados Unidos se han convertido en una plaga; el castrismo es criminal y además grotesco, pero hay demasiados anticastristas que no inspiran mucho menos miedo; Sadam era un tirano, pero lo que lo ha sustituido es una perpetua matanza; Putin comete atrocidades en Chechenia (y no sólo allí, me temo), pero los independentistas de ese país, sus archienemigos, no parecen irle a la zaga (dentro de sus posibilidades); todos los políticos chinos (según Eduardo Mendoza, y si lo dice Mendoza me vale) son malísimos; en Argelia pelean a menudo islamistas sanguinarios contra un Ejército de brutalidad comparable sólo con la de aquéllos; en Sudamérica rivalizan fantoches populistas con oligarcas corruptos; y aquí Otegi miente sin parar, pero Rajoy intenta emularlo con considerable éxito. Nos estamos acostumbrando a no "ir" nunca con nadie. A que, en el mejor de los casos, una de las partes nos resulte levemente menos repugnante que la otra, con una pizca más de razón sin que eso suponga que la tiene, un poquito menos detestable o criminal o embustera. Ver a dos que discuten o pelean y no poder estar a favor de ninguno (inclinarse por el más débil no siempre sirve, si es falaz y rastrero hasta la náusea) es una de las maldiciones más constantes de nuestro tiempo. Y ni siquiera cabe el consuelo de pensar: "Bueno, así se destruirán mutuamente y el mundo se librará de dos monstruos de una tacada". Porque lo cierto es que los monstruos de hoy no se destruyen, así se peguen de estacazos, sino que duran y persisten y perduran. Lo más extraño es que la costumbre del niño también perdura, pese a todo, y que a veces nos baste esa pizca para decidirnos. Mejor así, bien mirado.
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