La vida en el centro
Los rumores empezaron en el mismo momento en el que los andamios empezaron a bajar del camión. ¿Qué van a hacer? ¿Qué pondrán? ¿Has visto? ¿Te has enterado? El local más grande del edificio llevaba mucho tiempo desocupado por causa de las obras que, durante varios años, transformaron el aspecto de este barrio de Madrid para imprimirle un aire exótico, como de ciudad en guerra. Alambradas, barricadas, calles cortadas o intransitables, ahuyentaron a los últimos inquilinos y desanimaron a los sucesivos hasta que la perspectiva de las próximas elecciones municipales obró el milagro acelerado de la paz de las aceras, flamantes ahora aunque algunas baldosas hayan empezado ya a tambalearse, tan deprisa las han colocado. El primer efecto de esta aproximada normalidad ha sido la resurrección del local, cuyo destino ha suspendido una pequeña intriga en la vida cotidiana de los vecinos que cruzan pronósticos y apuestas al mismo ritmo que avanzan las obras.
En la naturaleza de sus deseos y temores se aprecia un notable dimorfismo sexual que –en el hipotético caso de que haga falta tal demostración– demuestra que las políticas de conciliación laboral y familiar apenas sobrepasan en la práctica la barrera de las grandes utopías. En general, ellos querrían un taller de coches, y ellas, una gran tienda de alimentación, de esas que tienen secciones de pastelería y bollería, charcutería, delicatessen, panadería y, sobre todo, platos preparados. Ambas posiciones son justas, igual de razonables en este barrio antiguo del que la frenética subida de los precios ha desterrado una multitud de tiendas y negocios que siempre han sido útiles y ahora, a la luz de una nostalgia irremediable, se han vuelto imprescindibles. Los locales están tan caros que no existe un solo comerciante tradicional que se resista a la tentación de un traspaso millonario. Por eso, para cambiarle al coche el aceite o un piloto roto hay que perder una mañana entera, viajar hasta la Cochinchina periférica, y llevarse lectura, o trabajo atrasado, porque el taller más cercano está tan lejos que no compensa hacer dos trayectos de ida y vuelta. Por eso, los antiguos ultramarinos, aquellos templos paganos al dios de la opulencia, con sus estanterías de madera oscura repletas de alimentos que forraban las paredes desde el suelo hasta el techo, se han extinguido también.
El proceso ha sido gradual, silencioso, pero muy rápido. Un buen día, alguien iba a hacerse un duplicado de las llaves y se encontraba la cerrajería cerrada. Unas semanas después, aquella mercería de toda la vida aparecía una mañana con los cristales pintados de blanco. Más tarde caía un taller pequeñito de reparación de relojes, o una droguería de otro siglo, con su mostrador de madera oscura y sus viejos adornos de mármol, o esa tienda de lámparas que tenía tulipas de todas las texturas, y todos los tamaños, y todas las formas imaginables. Así hasta que, vetusta entre las vetustas, la antiquísima tienda de semillas de la calle de Hortaleza se convirtió en una óptica. Y menos mal, porque por lo menos allí no venden muebles de teca.
Si los vecinos de este barrio se decidieran a formular su propia teoría de la prosperidad, las maderas exóticas representarían un factor mucho más importante de lo que parece a simple vista. Porque a medida que el precio de sus casas subía como la espuma –siempre, claro está, que lo compararan con el dinero que en su día pagaron por ellas, y no con el que les costaría comprarse una casa semejante en el momento en que hicieran este cálculo–, han ido perdiendo y ganando cosas. Sobre todas ellas, la posibilidad de comprarse muebles auxiliares de maderas africanas de nombre impronunciable, aunque de peluquerías ultramodernas tampoco andan mal servidos.
Hubo un tiempo en el que vivir en el centro de las ciudades significaba tener todo lo necesario al alcance de la mano, pero ese tiempo ya se ha convertido en leyenda. Ahora, vivir en el centro implica una sobreabundancia de ofertas repetidas y un mayor número de carencias. Es bueno cuidarse, ponerse guapo y regalar cosas a los amigos, desde luego, pero mientras vigilan la marcha de las obras del local, los vecinos de este edificio echan muchas otras cosas de menos. Cosas pequeñas y necesarias, baratas y necesarias, vulgares y necesarias. Y recuerdan la época en la que no hacía falta ir a unos grandes almacenes para comprar medio metro de velcro, o ponerle medias suelas a las botas, o arreglar un despertador averiado. En eso consiste la prosperidad, dicen algunos, pero ellos miran de reojo a la churrería, que aguanta de milagro, y cruzan los dedos.
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