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Reportaje:

Cuidado con ese hombre

Una exposición en París recorre la obra artística de David Lynch

Santiago Segurola

Ahí fuera, frente al edificio que Jean Nouvel diseñó para la Fundación Cartier en París, se alinea una silenciosa fila de gente. El calor es impropio de abril y se produce una suerte de celebración de la primavera en las terrazas de los cafés, llenas de clientes optimistas. En la fila, sin embargo, predominan los rostros serios, introspectivos, ajenos al bullicio de la ciudad. Hay algo de liturgia en su actitud. Esperan frente a las cristaleras, precedidas por un gran cartel que anuncia un nombre, escrito con unas inquietantes letras, medio infantiles, medio geométricas: David Lynch.

Tiene lógica observar ese nombre y la fascinación que produce. Ninguna ciudad celebra tanto la heterodoxia americana. Lo que a los norteamericanos les resulta incómodo o residual siempre es bienvenido en Francia. Es una fascinación que viene de lejos y que hoy se aprecia en figuras como Woody Allen o David Lynch, que presenta su primera exposición de pintura, fotografía, piezas cinematográficas y sonidos. Lynch en estado puro.

Dentro del edificio nada es primaveral y optimista. Ha sido el propio Lynch el creador de la atmósfera que preside la exposición. Se diría que el autor de Eraserhead, Blue Velvet y Twin Peaks vigila desde algún lugar el efecto de sus obras y del montaje. El espacio no es amplio. O mejor, Lynch lo ha hecho deliberadamente opresivo. Enormes paneles de tela oscura contienen los cuadros y fotografías de un hombre que ha jugado todos los palos del arte. Que se conozca esencialmente por su obra cinematográfica, ahora parece irrelevante. En esos potentes paneles está contenido todo el imaginario de Lynch, el aire amenazante, sórdido, profundamente neurótico que recorre sus películas. Las buenas y las malas, si eso tiene sentido para sus seguidores, que, puestos a elegir, seguramente defenderán con más pasión al Lynch menos comprendido por el público.

La exposición recorre una vida de artista, no de cineasta. Antes que director, y también durante su larga carrera cinematográfica, Lynch se formó para la pintura. Nacido en el Medio Oeste norteamericano, completó sus estudios de arte en Filadelfia, donde se sintió fascinado por las corrientes modernistas europeas, especialmente por los expresionistas más sombríos y pesimistas, por los alemanes que se sintieron abatidos por el nazismo y emigraron a Estados Unidos. Todos esos cruces de caminos se manifiestan en la exposición. Lynch es profundamente americano, y en ocasiones hasta de la América más palurda, pero también un dramático europeo. El resultado es un universo obsesivo y terrible, sólo aligerado en ocasiones por algo que se parece a la ironía. Ahí, en esas pinturas que presentan habitaciones cerradas, de una luz tenebrosa, ocupadas por sofás vacíos, se manifiesta el amenazador mundo de Lynch. O en las magníficas cuatro últimas obras, realizadas entre 2003 y 2005, de una violencia abrumadora. O en la presencia obsesiva de los perros ladrando. O en la serie de fotografías titulada Desnudos distorsionados, donde ha deformado, amputado, descoyuntado, viejos retratos pornográficos de mujeres.

Al fondo, en un rincón, un retrato fotográfico de Lynch obliga a preguntarse qué se agita en esa cabeza misteriosa, elegante, de gesto triste, rematada por un corte de pelo contemporáneo y anacrónico a la vez. El retrato sustituye a Lynch como vigilante de la exposición, de su efecto sobre los espectadores, que ahora se trasladan a otro espacio, aparentemente más leve, pero igual de lynchiano. Son los dibujos que el artista comenzó a realizar desde niño en todos los soportes que encontró a mano: cuadernos, cajas de cerillas, posavasos, libretas de hotel, servilletas. Guardados y ordenados por Lynch durante 40 años, se distribuyen con una continuidad cinematográfica por las tres paredes de la sala. Frente a los grandes formatos del espacio contiguo, esas pequeñas piezas, atravesadas por las eternas obsesiones del autor, completan el universo simbólico de David Lynch. Son un ejercicio de precisión que impide los devaneos retóricos que en ocasiones lastran sus películas. Es lo que caracteriza a esta exposición: no sólo es puro Lynch, es el mejor David Lynch. Se nota en el opresivo aire del lugar, en la inquietud que produce, en cierto deseo de escapar. Fuera, el mundo es otra cosa. La gente charla, ríe y disfruta bajo el sol.

La obra <i>The air is on fire, </i><b>de David Lynch.</b>
La obra The air is on fire, de David Lynch.

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