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Reportaje:VIDAS TRUNCADAS

Viajes sin retorno

Una psicóloga y una militar, entre las 21 españolas que cumplen condena por drogas en un penal de Perú

Veintiuna españolas cumplen condena por narcotráfico en una cárcel de Lima. Todas ellas, una psicóloga, una prostituta, una militar, una auxiliar de un geriátrico, una bailarina, un ama de casa, una cajera de supermercado, entre otras, lo hicieron por volver a casa con 6.000 euros extra en el bolsillo. Pero no volvieron.

"Todas venimos de caminos distintos. Tú vas haciendo varias cosas a la vez, empiezas trabajando en una cosa y terminas haciendo otra", explica Marta, de 20 años, mientras expone su cuerpo al sol. Es verano en Lima y el patio del penal Santa Mónica, que lleva ese nombre en honor a la madre que convirtió a su descarriado hijo, Agustín, en un santo, parece el recreo de un colegio.

El menú diario y gratuito consiste en un líquido indescriptible acompañado de arroz blanco
Adriana, de 27 años, ha 'pasado' más de cien kilos de cocaína en los 130 viajes que hizo en tres años
"La papelina que compras en una discoteca de Madrid es basura en un 50%", asegura Marta

Las reclusas españolas están todo el día en el patio: conversan, fuman y eventualmente asisten a los talleres de cosmética, ordenadores, costura o cocina. También invierten algunas monedas en los puestos de comida, donde el olor a refrito es insostenible. A pesar de que hace unos días la ministra de Justicia visitó el penal para promover el consumo de la anchoveta, el menú diario y gratuito consiste en un líquido indescriptible acompañado de arroz blanco. Ni anchoveta ni carne, sólo un cuarto de pollo una vez a la semana.

En el patio, el griterío es constante y hay pocos espacios donde ocultarse del sol. El acceso a los pabellones está permitido durante el verano, pero casi todas las internas prefieren estar fuera. Viven hacinadas, duermen hasta seis personas donde deberían hacerlo dos. Las celdas no tienen ventanas, sólo rejas, lo cual es un alivio en verano y una pesadilla en invierno. La dirección de la prisión se esfuerza, pero sus buenas intenciones poco pueden hacer para mejorar las condiciones de vida de las internas. No hay dinero ni para mantas. El único consuelo es que el Santa Mónica es un paraíso comparado con los penales de hombres, verdaderas ciudades sin ley.

Raquel, de 23 años, prefiere quedarse en su habitación. Ella quería que la destinaran a Afganistán, pero terminó en Lima. Trabajó tres años en la base aérea de Torrejón de Ardoz (Madrid). Durante el periodo de instrucción como militar aprendió a cachear y a manejar una pistola KWC. En el penal Santa Mónica ha aprendido a tejer. "Yo trabajaba en la garita o en el control, quería irme de misión a algún lado, Madrid no me gustaba y renuncié por tonta. Ganaba 900 euros, pero me aburría". Un amigo del cuartel le presentó a su compañero de piso, un nigeriano que le propuso hacer un viaje. Le pagaron 2.500 euros por transportar 500 gramos en una maleta de doble fondo. No tardó ni un mes en gastarlos. Por amor o por dinero, después de tres meses, Raquel voló por segunda vez a Lima. Esta vez por dos kilos de cocaína y por un guía turístico que conoció en Cuzco. El día que ingresó en el penal se enteró de que estaba embarazada.

En Perú las burriers, neologismo creado a partir de las palabras 'burra' y 'courier', adquieren cocaína de la más alta pureza. Cuando se trata de un viaje transoceánico, la tarifa es de 6.000 euros por kilo, y entre 800 y 1.000 euros, por un viaje en un país europeo. Una vez en Madrid, las mafias adulteran la cocaína con medicamentos como Manitol, Ciclofalina y Gelocatil, luego la distribuyen al resto de España y Europa. "La papelina que compras en una discoteca del centro contiene entre un 40% y un 50% de cocaína; el resto es basura. Yo me quedaba siempre con 300 gramos, que repartía entre los porteros y los camareros de las discotecas. A cambio de un par de rayas, era la reina de la noche, aunque al final casi toda la coca era para mí", cuenta Marta. Antes de convertirse en traficante y realizar un centenar de viajes durante dos años, Marta trabajó en una casa de citas. Empezó a prostituirse a los 16 años, pero nunca le pidieron el DNI.

Adriana, barcelonesa, de 27 años, ha transportado más de cien kilos de cocaína en los 130 viajes que realizó a lo largo de tres años. Ha estado en Holanda, Noruega, Dinamarca, Inglaterra, Suecia, Suiza, Italia, Alemania, Argentina, Venezuela, Perú y Japón, donde ingresó con tres kilos de marihuana escondidos en perchas de madera y en latas de melocotones en almíbar. "Me pagaron 8.000 euros por más de un kilo de marihuana, pero no lo volvería a hacer. Me traicionó la ambición por querer siempre más", comenta en el patio del penal, donde comparte una ración de chorizo con sus compañeras españolas. Los 8.000 euros de Japón se le fueron en ropa, en restaurantes y en parques temáticos, donde su hijo de cuatro años era feliz. "Me arrepiento de no haber invertido, de no haberme comprado un piso. Llegué a ganar más de 10.000 euros al mes, pero lo que ganas fácilmente, lo gastas igual de fácil".

Adriana nunca consumió ni marihuana ni cocaína. Su error fue hacerle caso a un amigo nigeriano, una noche de copas, en el bar Jamboree de Barcelona. "Yo me casé por 3.000 euros porque él necesitaba los papeles. Nunca fue mi pareja. Me quedé sin trabajo en el geriátrico por un problema en la columna y él me propuso un viaje corto por Europa con la coca oculta en la vagina. Así empecé. Me pareció fácil, aunque no es un trabajo como cualquier otro, siempre estás con el miedo de que te pueden pillar". Adriana cree que su madre sospechaba, pero nunca le preguntó de dónde sacaba tanto dinero. "Yo le decía que trabajaba en fábricas, pero ni siquiera especificaba en qué tipo de fábricas".

A diferencia de Adriana, que lo hizo para trabajar poco y ganar mucho, Elena, madrileña, de 23 años, emprendió el viaje para costear su adicción. "Yo consumía entre tres y cinco gramos al día. Mi novio y yo comprábamos la merca en Valdemingómez (Madrid) porque era más barata. Fue así como conocimos al ecuatoriano que nos propuso hacer el viaje". Hija de dos profesionales, de vida acomodada, con buena educación, pero malos amigos. ¿Por qué lo hizo? "Por loca. Mis padres me lo daban todo y con ese dinero pensé que podía ser independiente".

Elena se embarcó a Guayaquil con su novio. Una vez allí, intentaron dar marcha atrás, huir, pero la mafia ecuatoriana les recordó sus direcciones en una urbanización del madrileño pueblo de Colmenar, los nombres de sus padres, la edad y el nombre del hijo de Elena. Viajaron a Lima porque, según la organización, en Guayaquil ya los tenían fichados. La paranoia, alentada por el consumo de coca, se apoderó del compañero de Elena, y ella, en un ataque de amor del que ahora se arrepiente, lo dejó partir. Al día siguiente, ella intentó embarcarse con cuatro kilos de cocaína escondidos en la maleta, pero la pillaron. Iba muy colocada.

A Elena le restan dos años en prisión. Lleva la fotografía de su hijo en el bolsillo trasero del pantalón e intenta pensar que no está en una cárcel, sino en un campamento. "Una vez que cierran la verja, a las seis, es cuando realmente me doy cuenta de que estoy presa. Yo no concilio el sueño, soy hiperactiva, me voy al baño a fumar un cigarrito, miro por los barrotes y pienso que ahora sí he metido la pata hasta el fondo".

Las historias se repiten

LA DIRECCIÓN ANTIDROGAS de Perú (Dirandro) es especialista en detectar burriers. En lo que va de año han detenido a 84, de los cuales 12 son españoles. El perfil es siempre el mismo: hombre o mujer, de entre 20 y 30 años, que viaja solo y muestran cierto nerviosismo al pasar la aduana. Normalmente, llevan la droga en maletas de doble fondo, adherida al cuerpo, en el organismo, en los zapatos o en artesanías. Si se les juzga como burriers, la condena es de seis años de cárcel, aunque suelen quedar libres antes del tercero."Yo me hacía la turista, la tonta, pero mi vuelo se retrasó y me empecé a sentir mala, estaba preñada de un mes. Viajé porque no tenía un duro y me habían despedido del hipermercado donde trabajaba de cajera en Málaga. "Me empezaron a preguntar sobre Machu Picchu y yo me lié. Confundí a los mayas con los incas. Cuando me rajaron la maleta y vi toda la coca me dio vértigo. Pensé en mi hijo y me derrumbé", cuenta Ana, de 25 años, mientras calma el llanto de su hijo, de un año, nacido en prisión. "Mi padre no lo sabe. Mi hermano también está preso por robo".Las reclusas españolas reciben mensualmente 150 euros de la Embajada, pero no siempre les alcanza. En la cárcel todo cuesta: los talleres, que rebajan hasta un tercio de la condena, la comida, los artículos de aseo, la cola para hacer una llamada telefónica y los medicamentos. Hay dos reclusas seropositivas, una con cáncer de mama, otra que se trata con metadona, varios casos de depresión, algún desorden psiquiátrico severo y una con infección de alto riesgo en una válvula del corazón."Lo único que me mantiene viva es la locura", dice Yolanda, quien hace un año se enteró de que su marido había dado a sus tres hijos en adopción. El más pequeño murió hace un mes. Para evitar pensar juega al fútbol contra el equipo holandés o el peruano, escribe cartas que nunca envía e intercambia historias y códigos penales con las otras españolas: Débora, la psicóloga adicta que emprendió el viaje agobiada por el paro; Nines, la bailarina engañada por su estilista; Amparo, la veterana en materia de narcotráfico y adicta al crack que llegó a poder pagar los estudios a sus cuatro hijos, o Carmen, que por coquetear con un nigeriano en la plaza Real de Barcelona acabó aquí, mientras sus padres la creían de vacaciones en Palma.

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