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La inmortalidad

Javier Cercas

Caminamos por una calle de Barcelona cuando mi hijo me tira del brazo. "Mira", dice. Miro, pero no veo nada especial; luego veo a Roberto Dueñas. Dueñas es jugador de baloncesto: en realidad, el jugador más alto de la liga de baloncesto; también es el jugador favorito de mi hijo. "Es Roberto Dueñas", digo. "Sí", dice mi hijo, con una voz extraña. "Pídele un autógrafo". En mi vida le he pedido a nadie un autógrafo. Miento: tengo algunos libros firmados por autores a quienes admiro, pero no tengo la superstición o la manía del autógrafo, así que nunca he asaltado por la calle a un desconocido para pedirle un autógrafo. Miento: ahora que lo pienso, lo hice una vez. Yo tenía 20 años y estaba en una estación de tren leyendo un libro de Fernando Savater titulado Sobrevivir cuando alguien tropezó conmigo. El desconocido se disculpó y me volví: era Fernando Savater. La coincidencia me pareció tan feliz o inusitada que inmediatamente le pedí que me firmara el libro. "Para Javier", escribió Savater. "Este tropezón entre dos trenes. Cordialmente".

"Pídele un autógrafo", me dice mi hijo mientras nos acercamos a Dueñas. Mi hijo tiembla de emoción; yo tiemblo de miedo: como todos los escritores, siempre llevo papel y bolígrafo conmigo, pero no estoy seguro de que este día infausto no vaya a ser una excepción y, mientras echo mano al bolsillo de la americana, me acuerdo de una historia que cuenta Paul Auster, experto en coincidencias. Cuando la historia ocurrió, Auster tenía más o menos la misma edad de mi hijo, amaba el béisbol con la misma intensidad con que mi hijo ama el baloncesto y admiraba a un jugador llamado Willie Mays, de los New York Giants, con la misma devoción con que mi hijo admira a Roberto Dueñas. El primer día en que su padre lo llevó a ver un partido de los Giants, éstos jugaban contra los Milwaukee Braves. Auster no recuerda quién ganó, no recuerda ni un solo detalle del partido; lo único que recuerda es que al terminar se encontró con Mays. Haciendo acopio de coraje, temblando, Auster se acercó a su héroe y le pidió un autógrafo. "Claro, chaval", le contestó Willy Mays. "¿Tienes un lápiz?". Auster no tenía un lápiz; se lo pidió a su padre, a su madre, a los adultos que los acompañaban: nadie tenía un lápiz. "Lo siento, chico", dijo entonces Willy Mays. "Si no hay lápiz, no hay autógrafo". Auster intentó no llorar, pero lloró como sólo lloran los niños que creen que ya no son niños y no quieren llorar como niños, y a partir de ese día infausto nunca dejó de llevar consigo un lápiz, para que la realidad no volviera a pillarle con las manos vacías. Si llevas un lápiz en el bolsillo, siempre es posible que algún día te sientas tentado de usarlo, dice Auster. "Y así es como me hice escritor", concluye.

"Pídele un autógrafo", repite mi hijo mientras Roberto Dueñas sigue acercándose implacablemente, y yo busco papel y bolígrafo mientras pienso en Auster y sobre todo en Savater, experto en el arte de sobrevivir, que es el arte de la educación, y en que quizá estoy ante una oportunidad inmejorable de darle una buena lección de supervivencia a mi hijo y de demostrarle que nunca hay que salir de casa sin papel y bolígrafo, pero en ese momento descubro en el bolsillo de mi americana un bolígrafo y una libreta. El bolígrafo es un Bic de punta azul; la libreta es una Moleskine: una libreta pequeña, de tapas de cuero y papel pautado que usaron gente como Van Gogh y Picasso y muchos otros artistas de las vanguardias de principios de siglo, y que yo, que tampoco tengo la superstición de las libretas, sólo uso porque me la regalaron en un festival literario, en Mantua. "Toma", le digo a mi hijo, entregándole la Moleskine y el bolígrafo Bic. "Pídele tú el autógrafo". Mi hijo me mira como si acabara de abandonarle en medio de un naufragio y, para resistir el chantaje, me distraigo pensando en una historia de Picasso y su Moleskine. La historia cuenta que en una ocasión, un numeroso grupo de amigos españoles fue a visitar a Picasso y que, después de que vieran sus cuadros, el pintor los invitó a comer en un restaurante. Durante la sobremesa, Picasso se entretuvo dibujando en su libreta, y al marcharse pidió la cuenta, pero el maître le contestó que era un honor haberle acogido y que la casa pagaba el banquete. Picasso insistió, y entonces el maître le propuso que le pagara con los dibujos que había hecho en su Moleskine. "Usted tráigame la cuenta", contestó Picasso, seguro de que lo que había pintarrajeado distraídamente valía mucho más que lo que iba a pagar por el banquete. "Los dibujos me los quedo yo".

Mi hijo se acerca a Roberto Dueñas como Auster debió de acercarse a Willie Mays, incapaz de mirarle a los ojos le dice algo, le entrega la Moleskine y el bolígrafo, aguarda mientras Dueñas garabatea en la libreta y se deja acariciar el pelo y mira marcharse a su héroe. Luego contempla el autógrafo durante mucho rato y después me lo muestra. "Para Raúl", ha escrito Dueñas. "Este tropezón entre dos calles. Cordialmente". Miento: el autógrafo es ininteligible, y mientras trato de descifrarlo o finjo que trato de descifrarlo, imagino que mi hijo nunca va a ser escritor, pero también que me está mirando como si creyera que ya no es un niño o como si los dos acabáramos de sobrevivir a un naufragio. Miento: me mira como si los dos fuéramos inmortales.

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