Equidistancia e independencia
El objetivo deliberado de quienes promueven la crispación no es acabar con la equidistancia, una actitud por la que no hay muchas lágrimas que derramar; es acabar con la independencia, un espacio sin el que, por el contrario, la convivencia democrática queda reducida a un feroz maniqueísmo. Respondiendo con la bronca atronadora y la desmesura a los errores de los adversarios, según viene haciendo el Partido Popular en relación con el Gobierno, se desencadena una espiral en la que la brutalidad acaba convalidando la torpeza, en la que el criterio de oportunidad prevalece sobre cualquier argumento que sugiera la razón. Las últimas semanas han sido pródigas en ejemplos de esta vorágine que sólo conduce a la división y al sectarismo. Ciudadanos dispuestos a expresar reservas hacia algunas medidas del Gobierno en materia antiterrorista eran compelidos a cerrar filas con el Ejecutivo tan pronto aparecían los dirigentes del Partido Popular profetizando, por enésima vez, la catástrofe y el fin de todo. ¿Cómo es posible que el Estado de derecho haya sucumbido con la absolución de Otegi cuando, al aparecer, ya se había venido abajo con la decisión sobre De Juana? ¿Es que se puede declarar cada semana la llegada del Apocalipsis?
Aunque cueste entender la lógica de una forma de hacer oposición que sin duda enardece a los propios pero que, al tiempo, electriza a los adversarios, lo cierto es que el Partido Popular no podrá desembarazarse de ella mientras siga instalado en la idea de que su opción política representa las aspiraciones del "español corriente", según una expresión que ha empezado a escucharse en mítines y declaraciones durante estas jornadas de furia. Más que un tópico almibarado, se trata de un inquietante eufemismo con el que el Partido Popular retoma el rancio propósito de separar al buen español del español a medias o del mal español, según hacía el pensamiento ultramontano. Si el "español corriente" es el que encuentra su medio afín en el Partido Popular, el ciudadano que prefiera cualquier otra opción se convierte en un "español anómalo". Es decir, un español que probablemente no encontrará "bonitas" las manifestaciones con banderas nacionales, pero no porque las encuentre feas, sino porque piensa que es una irresponsabilidad frivolizar con sensaciones estéticas para minimizar las consecuencias políticas de ese gesto; un español que seguramente lamentará el intento de monopolizar la dignidad y los valores democráticos por parte de algunos partidos y asociaciones de víctimas, pero no porque piense que los partidos y las asociaciones de víctimas deban desentenderse de la dignidad y de los valores democráticos, sino porque considera que entre demócratas nadie puede ni debe reclamar ese monopolio.
El Partido Popular está provocando la extrema crispación que vive el país, y sería una inicua expresión de equidistancia sostener que el Gobierno y las demás fuerzas políticas comparten esa responsabilidad. Pero es, sin embargo, un deber de independencia recordar que el Gobierno y las demás fuerzas políticas no están llevando a cabo una estrategia ni eficaz ni inteligente para poner límites a esta deriva peligrosa y cada vez más incontrolable, quizá porque actúan desde la hipótesis de que la radicalización del Partido Popular revertirá en una pedrea de votos para el resto. En primer lugar, se trata sólo de eso, de una hipótesis y, además, de una hipótesis electoralista de tan bajos vuelos como la que dicta las últimas iniciativas del Partido Popular. Pero en segundo lugar, y aunque la hipótesis se viese confirmada, eso no eximiría al Gobierno y a las demás fuerzas políticas de explicar a los ciudadanos las acciones que están llevando a cabo, de señalar las prioridades y los medios que proponen adoptar para alcanzarlas, de dar alguna indicación precisa del punto en el que nos encontramos.
En definitiva, de situar el debate político en el terreno de la racionalidad y no en el de los miedos recíprocos, por más que todos parezcan pensar que les resultará rentable.
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