La maldición del ruido
El miércoles pasado Sara Velert informaba ampliamente en estas páginas acerca de "la tercera sentencia contra el desmadre del ruido nocturno en Valencia", refiriéndose al fallo del Tribunal Supremo que obliga al Ayuntamiento de la ciudad a declarar ZAS -Zona Acústicamente Saturada- la calle Joan Llorens y su entorno. Antes, este mismo objetivo se había conseguido para la Plaza Xúquer, mientras que en un espacio del paseo Blasco Ibáñez han debido de aplicarse por imposición judicial ciertas medidas limitativas. No han sido éstas las únicas resoluciones judiciales atinentes a la contaminación acústica en el País Valenciano, pero echándole cierta euforia a su valoración hemos de considerarlas significativas de un cambio positivo en la apreciación del problema.
A este respecto sólo hay que recordar los tiempos no tan lejanos -en realidad desde que la democracia propició la protesta vecinal por inútil que fuere- en que funcionarios, policías y políticos confundían los decibelios con personajes afines a Mortadelo y Filemón, pues tal era su nula percepción del conflicto. Y de los jueces no se podía decir algo más amable, ya que, a la par con el desarme legislativo que existía para combatir esta epidemia cívica, ejercían una penosa insensibilidad acerca de la misma como delata la necesidad frecuente de agotar todas las instancias para lograr algún amparo frente a esta agresión, cuando no se exigían certificados del psiquiatra o poco menos para demostrar los estragos mentales causados por el estrépito, especialmente el nocturno e impune.
Algo ciertamente ha cambiado desde los años -diez o quince, no muchos más- en que dos tercios de los Ayuntamientos valencianos carecían de ordenanzas medioambientales, o que los ediles arrojaban la toalla, declarándose impotentes para luchar contra los contaminadores nocturnos, o diurnos, por más conminaciones, sanciones y multas que se imponían, o requerimientos que formulase el Síndic de Greuges.
Esta es y en buena parte sigue siendo una asignatura pendiente, abonada por toda una cultura del ocio y del (in)civismo, pero también alentada en numerosas ocasiones por la pasividad de las autoridades, cómplices unas veces y trabadas en otras por su propia empanada mental sobre los valores que deberían primar. La alcaldesa de Valencia, Rita Barberá, por ejemplo, puede ser ubicada en cualquiera de los capítulos mencionados, pero no en el de la impotencia, pues buena prueba de autoridad y eficiencia ha demostrado cuando ha querido, como ha sido en la erradicación del estrépito urbano producido por las motocicletas. Abordó resueltamente la demencia y acabó prácticamente con ella.
No estamos sugiriendo que esta grave servidumbre acústica que trastorna a todos o casi los municipios costeros pueda enmendarse con medidas simples o drásticas, pues está alentada por toda una idiosincrasia, la indígena, corolario de extroversiones y franquezas, aunque también sumario de mala educación y falta de respeto vecinal. Pero es obvio que poco se andará si no se tiene la voluntad política de aplicar sin subterfugios la ley vigente -o las normas que proceda legislar si sigue habiendo lagunas legales- otorgándole prioridad a los derechos del ciudadano a su intimidad y descanso, sin que se vea obligado a instar la justicia de los más altos tribunales, incluso europeos, como se ha dado el caso.
Hemos anotado más arriba que las sentencias mencionadas suponen un sesgo favorable, pues establecen precedentes jurisprudenciales y alientan la larga lucha de los colectivos vecinales contra esta maldición de nuestro tiempo y por estos pagos que es el ruido. Sería el momento asimismo de que los ayuntamientos revisasen sus criterios en punto a la contaminación nocturna, tan a menudo condicionados por el propósito de templar gaitas y conciliar intereses contrapuestos, como son tantas veces el descanso de los vecinos, el ocio de los nocherniegos y el beneficio de los hosteleros. Ha de quedar claro cual de ellos prevalece, y ese no es otro que el de los residentes, una obviedad que está costando lo indecible imponer. Los electores no deberían olvidarlo a la hora de elegir a sus munícipes.
Otra discriminación. El cantautor valenciano Raimon ha sido galardonado con el Premio de Honor de la Academia de la Música, que sólo distingue a figuras señeras de este arte. Él mismo ha recordado que no ha actuado en Valencia desde el 2000, lo que no deja de ser un olvido, desdén o discriminación por parte de los medios de titularidad pública -RTVV y teatros- presuntamente democráticos. Es un silencio hiriente por la ingratitud que conlleva para con esta figura artística y cívica singular, pero no menos escandaloso que el que se le administra a los cantantes en valenciano, vetados de hecho en los escenarios y audiovisuales gestionados por el PP. Aquí la historia avanza como los cangrejos.
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