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Tribuna
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Encuentro hasta la tercera fase

La escena se desarrolló en uno de los aeropuertos de las Españas que voy recorriendo estos días con motivo de la gira promocional de mi último libro. Hallábame sentada ante una mesa, con mi pequeño ordenador Samsung color rojo cereza abierto (un kilo, con capacidad de batería de seis horas; me recomendó Juan Cruz su compra y nunca se lo agradeceré lo bastante) y en trance de teclear un artículo para este periódico. A mi lado, un caballero usaba su portátil (el triple de pesado y, además, gris como la tristeza). En éstas se nos acercó un caballerete de unos doce años que, agarrado a una bolsa de comida-basura, parecía entrenar para sumarse pronto a una expedición de ballenas sin miedo a ser expulsado por no dar la talla. Nos observó a los dos.

?¡Ah! ¡Qué chuli! ?exclamó por fin, contemplando mi adminículo con sincera admiración; tanta, que durante unos segundos dejó de engullir para hablar?. ¿A qué estás conectada? ¿Tienes juegos? ¿Te metiste en un chat?

?Lo siento, chaval ?respondí amablemente?. En este momento me dedico a escribir un artículo para un diario.

?¿Un artículo? ?había conmiseración en su voz?. El señor de al lado sí que tiene Internet. Y juega un solitario.

?Oye, encanto, que Internet no es como el oxígeno. Se puede dejar de usarlo de vez en cuando sin que nuestras vidas corran peligro.

El chico se metió en la boca un puñado de cositas azules, las masticó un par de veces, las tragó y, momentáneamente dopado, continuó la charla:

?¿Sabías que la información digital es tres millones de veces superior a la de los libros escritos?

?¿Sabías que las grasas saturadas que te estás zampando suponen un grave riesgo no sólo para tu silueta, sino muy en especial para tu salud? Esa información también está en el ciberespacio, pero hay que tener cabeza para buscarla. Porque lo que importa, querido, es el cerebro humano, eso es lo que hay que ejercitar. El resto es nuestra biblioteca, y cuanto más grande, mejor. El músculo cerebral se pondrá como un toro con tanto trajinar entre almacenes virtuales para encontrar el dato fidedigno, la palabra liberadora, el discurso placentero.

Comprenderán que la última parrafada se la solté a la pantalla de mi chisme, ya que el niño se había puesto al lado del otro, del internauta, y daba cuenta de sus azules grasitas en bolsa al tiempo que le aconsejaba sobre las jugadas que se les ofrecían en pantalla: complacido, supongo, porque Internet no te prohíbe nada, ni siquiera hablar con la boca llena.

Personalmente y remotamente ?Ay, Raimunda de Volver, ay ¡Pedro!, cómo me gusta meter esa palabra vuestra sin ton ni son? estoy a favor de la información, cualquiera que sea el soporte, pero habría que distinguir entre Don Quijote de la Mancha convertido en libro digital y el callejero de España. Por lo demás, muchas de las informaciones que nos llegan por el ciber-tamtan están repetidas o son simples copias. Por no hablar de lo no comprobable, predio en el que folgan los ignorantes más audaces y los más cultivados maledicentes. Según los entendidos, el lado oscuro de tanta acumulación de datos es que cada vez resulta más difícil de manejar. Yo creo que no, creo que el ciberespacio no tiene lado oscuro. El lado oscuro está en nosotros.

Las grasas saturadas destinadas a pudrir el intelecto navegan por la Red tanto como por los tradicionales periódicos de papel y no pocos libros. Es el cerebro fofo, que por falta de posibilidades o por carecer de curiosidad e interés más allá del entretenimiento superficial, el que no puede darse cuenta de hasta qué punto puede ser envenenado con más michelines mentales de los que puede detectar. Titulares, soflamas, eslóganes hacen daño a quien no ha sido educado en la reflexión; que está al alcance de todos, no sólo de las eminencias. Reflexionar para no comprar burras, ni más ni menos.

Si la reflexión no entra en los planes de estudios ni en los planes de vida, será difícil defenderse de la avalancha informativa cibernética para encontrar en su interior las proteínas y vitaminas necesarias. Remotamente.

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