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Crónica:BARCELONA MUSEO SECRETO
Crónica
Texto informativo con interpretación

Un señor con sombrero

Todo parece normal y claramente perfilado, y otros días en cambio ganas te dan de exclamar, como Kyle McLachlan en Blue velvet, al salir de su bonita casa y hallar una oreja humana en el césped: "¡Qué raro es el mundo!".

Tenía razón el teniente Cooper: se ven signos desasosegantes por doquier. A Dámaso Alonso le bastó el gesto trivial de encender una lámpara, y la luz convocó un torbellino de mariposas de la luz, moscas y otros insectos con hélitros; enjambre que le sumió en un delirio cósmico, en una crisis de pánico existencial que dio pie (¡menos mal!) a uno de sus mejores poemas.

Hasta en la inofensiva calle de Muntaner es fácil cruzar sin querer al otro lado del espejo: ves a esa pareja que pasea a su perro-cerdo, peludo, esférico, parecido a un negro jabalí; ves un salón de peluquería gay, y otro y otro, como caídos de una película de odisea espacial; ves la tienda de pelucas Marvi; ves la Ortopedia Estética Científica Serra, cuyo escaparate anuncia variopintas prótesis de goma y de metal, y difunde infantil angustia, o la difundía, porque acaba de cerrar por jubilación del dueño...

...También se jubila el señor Muñoz, que tiene en el chaflán de Villarroel-Mallorca la tienda taller cuyo escaparate anuncia: "De una fotografía, el pintor Muñoz Villanueva le hará un magnífico dibujo o una extraordinaria pintura al óleo". Y en prueba de virtuosismo técnico, se exhibe el retrato del actor Arturo Fernández, célebre en toda España por su papel de caradura envejecido pero entrañable en La casa de los líos, y especialmente por la escena de no pagar el aperitivo: "¡Vaya, qué contrariedad!", decía, palpándose los bolsillos, "Me he dejado la cartera en la oficina. Anda, Nachito, paga tú". Y como Nachito alegaba sórdidas escaseces monetarias, y que ya estaba bien, siempre le tocaba a él, siendo don Arturo, para más inri, su jefe, Arturo insistía con mucho énfasis: "Por el amor de Dios, Nachito, paga esa desdichada cuenta, anda, chatín, no me seas rácano, ya te lo devolveré cuando cobre de los alemanes...".

En mi opinión, la central nuclear de este barrio es la tienda del pintor Muñoz, donde en cierta ocasión entré para interesarme por el retrato de Arturo Fernández. Pero la mayoría de los vecinos piensa que el centro energético, la central nuclear de esta parte del Eixample sugestiva y misteriosa es la casa de Muntaner 54 esquina a Consejo de Ciento, frente a la ortopedia Serra, que alza sus siete pisos sobre una planta baja con el bar Marcelino 2000 "especializado en jamones", la casa de lámparas y decoración Monsó i Benet, y la tienda de Netejas Olnet. Entre las columnas y los remates de la ecléctica fachada alternan las alusiones a Mesopotamia y a Egipto y, en el cuerpo central, rematado por cuernos, a los tótem y postes sacrificiales de los indios piel roja de Norteamérica.

El edificio, de 1860, es muy singular, de modo que al ver en un balcón un cartel de "Se vende", no pude resistir la tentación de estudiarlo por dentro en sus mínimos ornamentos y detalles. Y al poco me vi entrando en la casa con un joven vendedor y subiendo al ascensor, con la mente ocupada por escenas de películas que celebran la poética minimal, zen, de los pisos vacíos, metáfora de ruptura de rutinas, de renovación espiritual, de futuro por estrenar, de cambio vital: La Bûche, donde el empleado de la inmobiliaria se cita con su amante en los apartamentos de alto standing que tiene que vender; On connait la chanson, donde el vendedor le muestra treinta, cuarenta pisos, a un cliente indeciso, hasta trabar con él una amistad de malogrados; y El amigo americano, donde Denis Hooper aguarda con Bruno Ganz en la casa vacía a los mafiosos que vienen a matarles; y, claro está, El último tango en París, donde María Schneider se citaba con Marlon Brando en un piso vacío, vacío como él...

Cuál no sería mi decepción al ver que el piso que se vende en Muntaner 54 está amueblado de arriba abajo, con mesas y cómodas, y armarios empotrados, y baldosines en el baño y en la cocina, y cuadros en las paredes, y todos esos objetos útiles y decorativos con los que llenamos esa miserable privacidad que mi capricho de curioso ahora profanaba; y la propietaria, sentada en la salita del fondo, segura de sí misma y ajena a mi angustia, aguardaba el final de mi inspección.

Una vez ante ella, golpeé con los nudillos una pared como para probar su solidez. Y ella me explicó: "Sí, es un tabique. Se puede echar abajo; de hecho, en la mayoría de los otros pisos los han tirado. Así la sala queda más espaciosa".

Yo, golpeando y golpeando la pared como si llamase a alguien, repetía: "Sí, más espaciosa. Más espaciosa". Me evadí pensando en el señor Muñoz. El pintor Muñoz me dijo que en parte le debe su vida como artista independiente a Frederic Marés. Un día, en el barrio Gótico, cuando Muñoz tenía 17 años y pintaba en la calle, un señor imponente, con sombrero, se plantó a mirar lo que hacía, y al rato le preguntó si estudiaba en alguna academia de bellas artes. Muñoz le explicó que su familia no tenía posibles. El señor del sombrero le alargó una tarjeta y le dijo: "Vaya usted a esta dirección y diga que va de mi parte". Al día siguiente Muñoz se presentó en la Escuela de Artes y Oficios, que Marés dirigía, donde le pusieron de inmediato a dibujar una estatua de Apolo. A Marés no volvió a verlo, pero no lo ha olvidado, pues allí aprendió la profesión de la que ahora se jubila. Le deseamos lo mejor en esa nueva etapa.

museosecreto@hotmail.com

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