Altman vuelve a casa
Robert Altman, uno de los grandes del cine norteamericano, fallecido en noviembre pasado, ha vuelto a casa; El último show ha sido su último show, su última película, y con ella ha cerrado un círculo, ha vuelto a un punto de partida que, en realidad, jamás había abandonado.
Las películas de Altman despreciaban la acción entendida como hilo argumental, y mostraban un respeto sólo limitado por el trabajo de los actores. En parte, ello se debía a que para Altman la estrella era la película, o sea, él, el director. El concepto francés de cine de autor no le convenía a nadie en Hollywood mejor que a Robert Altman, famoso por sus trifulcas con los estudios, y por un empeño que llegaba a lo neurótico, pero que hay que celebrar como espectadores, por la creación de una obra personal.
EL ÚLTIMO SHOW
Dirección: Robert Altman. Intérpretes: Meryl Streep, Lily Tomlin, Kevin Kline, Garrison Keillor. Género: drama musical. EE UU, 2006. Duración: 105 minutos.
Y así, la última emisión de un show radiofónico en una población del más profundo medio rural norteamericano, cuya radio local está a punto de ser devorada por el capitalismo reinante, vuelve a los orígenes de M.A.S.H. y sobre todo de Nashville, Un día de boda o Prêt-à-porter; escenarios corales con la tranche de vie de Stendhal pero sin principio ni final, poblada mucho más de lo pequeño que de lo grande, por una colección de aspirantes a marginados, para los que ni siquiera vale la expresión convencional de éxito o fracaso, porque todo lo que exigen es un escenario. Son los derrotados de Nashville, blancos, anglosajones y protestantes -los que inventaron la comida para perros- en el país donde los negros eran en la época tan abundantes como invisibles.
Ese tipo de poética, de Altmanomaquia, puede resultar de dudoso interés para un espectador, sobre todo de otro universo cultural, si la película no es capaz de transcender el color local. Así, M.A.S.H. fue un taquillazo, también en Europa, pero porque se nutría del antiamericanismo ambiente, y aunque satirizaba la guerra de Corea, Vietnam se hallaba en la mente de todos. Nashville, documento admirable por muchos conceptos, caía ya un poco más a trasmano, porque era fácil verla sólo como un desmesurado spot de una música country que nadie está obligado a tararear cada mañana al afeitarse. Y a esta radio de seniles teloneros y viceglorias venidas muy a menos le puede pasar algo parecido al proyectarse en España, lejos de su claustro materno, el Prairie Home Companion. Y, por ello, el solo hecho de que la película disfrute de una exhibición prácticamente mundial es un tributo a la hegemonía planetaria de Estados Unidos.
Y ya que es una película coral, ¿qué decir del coro? Kevin Kline, algo pasado pero muy gracioso, quizá saliéndose de los parámetros de interpretación o de no interpretación que prefería el director; y todos los demás, también excelentes, como Meryl Streep que, posiblemente desengañada por el fracaso de sus amores en Los puentes de Madison, hace de hermana revenida de cantante; Lily Tomlin, muy en su verdadera edad, que es la otra parte de la pareja canora; y Virginia Madsen, todo lo hierática que exige su representación de la señora de la guadaña, componiendo una figura un tanto rebuscada, para subrayar el aire fin de partida que permea la obra.
Pero no por ello es menos cierto que el cineasta ha cerrado así un círculo y completado un viaje. Bienvenido, Robert Altman, que está de vuelta en casa.
Babelia
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