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Columna
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La oferta de Beirut

El miércoles próximo la Liga Árabe va a reeditar la cumbre de Beirut de hace cinco años, aunque en la capital de Arabia Saudí, Riad, para ofrecer solemnemente por segunda vez a Israel una oportunidad de paz. El 28 de marzo de 2002, la organización, asumiendo un plan de origen saudí, hizo la oferta más completa, convincente y con mayores garantías de cumplimiento que jamás haya recibido el Estado sionista: reconocimiento diplomático pleno de los 22 Estados miembros a cambio de una retirada igual de completa -como estipula la resolución 242 del Consejo de Seguridad- de los territorios ocupados en la guerra de 1967, más una negociación paralela sobre la suerte de los refugiados palestinos, expulsados por Israel en 1948.

¿A qué viene ese interés sobre lo que se despreció como una bufonada hace cinco años?

El veterano laborista, que ha sido todo menos presidente de Israel, Simón Peres, rechazó entonces la oferta, calificándola de burda estratagema saudí para maquillar el hecho de que gran parte de los terroristas del 11-S fueran de esa nacionalidad. E Israel no perdió la oportunidad de perder esa oportunidad. Pero lo hizo a sabiendas. Ésa no era su paz.

Y, sin embargo, en las últimas semanas los responsables israelíes no han cesado de hacer ruidos alentadores sobre Beirut-2002. La ministra de Exteriores, Tzipi Livni, veía elementos positivos en la propuesta, aunque tuvo el detalle de advertir que de retirada a las líneas de 1967, ni hablar; o sea que seguía sin aceptar el plan, porque una oferta formulada por 22 países, con toda la pompa correspondiente, permite normalmente la discusión de enmiendas menores y notas a pie de página, pero, cuando se rechaza su disposición central, es como si se estuviera negando su existencia.

¿A qué viene ese interés sobre lo que se despreció como una bufonada hace cinco años? A que los carraspeos de Washington han de tener un eco en Jerusalén; el presidente Bush, enfrentado al desastre de la guerra de Irak, ha carraspeado al enviar a sus negociadores a sentarse en una reciente conferencia con delegados de Irán y Siria. Y lo ha hecho porque se lo exige la mayoría demócrata en las cámaras; porque se lo suplica su aliado más confidencial, Arabia Saudí; y porque, mientras evalúa los resultados de la operación de ratissage en Bagdad, es bueno hacer como que sigue las recomendaciones del Informe Baker-Hamilton. Los únicos que no habían pedido ese pequeño gesto hacia Teherán eran los israelíes, y por ello, poniendo al mal tiempo buena cara, tenían que igualar la inflexión de Washington moviendo cuando menos una ceja. Sobre Beirut.

El politólogo israelí, Shlomo Ben Ami, afirma que la última línea de defensa del Gabinete de Ehud Olmert la constituyen los parámetros de Clinton, formulados por el presidente norteamericano en julio de 2000 en Camp David, y sobre los que habían hecho recaer el mayor anatema tanto el partido Kadima, que dirige el jefe de Gobierno, como el Likud entonces bajo Ariel Sharon. El plan ofrecía poco más de un 80% de Cisjordania y, por añadidura, dividida en cantones estancos; el reparto de Jerusalén Este según la población mayoritaria por barrios; difusos derechos palestinos sobre la Ciudad Vieja; y nada sobre repatriación de refugiados. Esa oferta, que rechazó Yasir Arafat, quedaba a años luz de las resoluciones de la ONU.

La Liga Árabe cuenta con que Hamás, hoy al frente del Gobierno de unidad palestino, se adhiera a su plan, lo que equivaldría a un reconocimiento no formal pero sí expreso de Israel. La Liga no cuenta con que eso conmueva a Jerusalén, pero sí espera que la distancie de Washington. Arafat había establecido también en los años ochenta sus parámetros, que consistían en lograr que a Estados Unidos le interesara más una solución equilibrada -y por tanto aceptable para Palestina- que jugar únicamente la carta israelí. Es, por ello, a Estados Unidos a quien va dirigida la propuesta, como si se le dijera: mira quién no quiere la paz.

Eso es lo que hace inviable el proceso; la negativa israelí a negociar, no permite hoy hablar de paz, sino sólo de cómo poner al rival en la peor tesitura ante el mundo. Es legítimo que cualquier Gobierno de Israel se interrogue sobre la autenticidad de la voluntad de concordia de al menos una parte del pueblo palestino, pero no consentir que pruebe si esa voluntad existe, no pasa de ser una mala excusa para retener gran parte de lo que ha conquistado por la fuerza.

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