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Avatares del 'multiyó'

En el siglo XX, lo recuerdo muy bien, estaba rigurosamente prohibido cambiar de personalidad, de identidad territorial, de ideología política, de estética cultural, y sobre todo cambiar de equipo de fútbol. Tú nacías en un sitio provinciano, adquirías en pandilla unos determinados gustos musicales, cinéfilos y literatos, eras abducido por un ismo ideológico en los años del preuniversitario antifranquista, te apasionabas por un determinado club de Primera División, generalmente el de tu padre, y eso era todo. Así de sencillo y local se fabricaba o autofabricaba entonces el yo identitario y la que luego sería tu verdadera y única personalidad, que arrastrarás por toda la vida, y ay si te desviabas un milímetro o un cícero de aquellas señas de identidad en las que habías participado tan poco en su fabricación. Lo peor no es que te llamaran traidor porque habías cambiado de ciudad, gustos estéticos, siglas que ya no existen y equipo de fútbol, sino que te diagnosticaran un grave trastorno (esquizoide) de la personalidad, estilo doctor Jekyll. Porque también fuimos educados en la idea cinéfila de que los peores crímenes de la pantalla eran debidos a tipos con demasiada multipersonalidad.

A los de mi generación nunca les estuvo permitido el uso alegre del multiyó, que nada tiene que ver con ese ismo político y mediático tan dominante aquí, nuestro célebre chaqueterismo. Y eso es justamente lo que envidio de las jóvenes generaciones del siglo XXI, generación X y excuso decir generación iPod: que están diseñando su identidad futura a base de cambiar continuamente de yo y han elevado la pecaminosa y peligrosa multipersonalidad a categoría de norma estética y moral. Mientras a nosotros nos exigían y todavía nos exigen no desviarnos de la norma de aquellas identidades locales y sedentarias, resulta que a las nuevas generaciones les exigen todo el tiempo cambiar de yo, de territorio, de estética y hasta de género.

No sólo me refiero a ese popular pasatiempos ‘on line’ llamado Second Life, que es un plagio de los viejos Sims (el videojuego más vendido en el mundo, junto a World of Warcraft) y cuyos protagonistas, no lo olvidemos, se llaman justamente avatares. Es mucho menos anecdótico. Me refiero a que los entretenimientos más populares de la web en particular e Internet en general, la vida cotidiana del globo, exigen para poder participar el seudónimo, el alias, la máscara, el antifaz de los chats, los apodos del messenger, el nick de las bitácoras, el continuo cambio de sexo e identidad, ese sobrenombre obligatorio y que siempre se nos olvida para entrar en cualquier rincón del ciberespacio y exigen, sobre todo, algo que a mí personalmente me parece dificilísimo: el tráfico continuo con esas psicologías o personalidades múltiples que hay que adoptar en los juegos o videojuegos de rol. El multiyó como código de acceso.

Lo que para nosotros era y sigue siendo un trastorno esquizoide de la personalidad, para los pequeñitos participantes en ese gigantesco carnaval global que es la Red lo importante ya no es participar ni comunizar, ni siquiera ligar, sino utilizar en cada conexión o juego un yo distinto y a ser posible contradictorio con el anterior, aunque se trate de utilizar el seudónimo de los blogs sólo para insultar a los mayores, que lógicamente cada día están más espantados de la Red.

Los psicólogos, psiquiatras y otros especialistas del psi hipermoderno, rama no apocalíptica, han concluido que esta moderna multiplicidad de personalidades es muy buena para la salud mental y que así, cambiando continuamente de nombre, de foto, de rol y de sexo, en un constante fitness cerebral, el cerebro puede encontrar por fin su identidad definitiva y que por definición científica es bastante más múltiple que mono. Dicho de otro modo, que ese continuo y gratuito carnaval vale por un kilo de carísimas psicoterapias. Yo, como todos, jugué a los disfraces hasta que hice la primera comunión vestido de marinero, pero resulta que ahora es obligatorio el uso del disfraz desde que los adolescentes comulgan con la primera conexión.

No sé de dónde habrán sacado mis admirados Vicente Verdú y el equipo de la revista Times eso de que el yo / you declinado en todas sus ciberposturas es el indiscutible protagonista del año. A mí me sale todo lo contrario. Sólo se trata de la irrupción global del muy reprimido multiyó. Porque ocurre que cuando las nuevas generaciones son capaces de trabajar por fin el lujo del narcisismo interactivo resulta que los chavales de la web utilizan con fruición las tecnoposibilidades de la máscara contra la egolatría intolerable de aquellas monopersonalidades tan identitarias y sedentarias del siglo pasado. Como diciéndonos que aquel viejo monoyó en el que se educaron sus padres y abuelos es sencillamente otro coñazo del pensamiento único y el peor de los avatares.

Lo cierto es que nunca nos hemos movido de las posturas adquiridas en el primitivo siglo XX, acojonados por la contradicción y atrapados por un ridículo yo local en el que ni siquiera habíamos intervenido, y resulta que ahora mismo todos los días es martes de carnaval en el ciberespacio.

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