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BARCELONA MUSEO SECRETO
Columna
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Las sombrillas del café Stork

De la voladura del Stardust, legendario hotel de Las Vegas, me ha llegado la noticia estando en la terraza de la cafetería Stork, bajo una sombrilla, en el pasaje de Arcadia. Y hay que ver: tan útiles, tan prácticas como son en la playa y en las terrazas de los bares y cafés a pleno sol, las sombrillas tienen algo extravagante e incluso prescindible cuando la terraza está en el interior de un pasaje techado y más bien oscuro, como en el caso que nos ocupa. El mismo pasaje no tiene desperdicio, lo demostraré la semana próxima si Dios quiere, y entonces quizá cuente alguna curiosa anécdota del Stork, al que sin duda le pusieron ese nombre en homenaje al Stork Club en el 3 de la calle 53 Este de Nueva York, que durante décadas fue "el lugar nocturno más famoso de América y el mundo perdido de la café-society", según el entretenido libro de Ralph Blumental. Decíamos que las sombrillas del Stork barcelonés son un capricho, un absurdo, pero estas incongruencias, estos derrapajes, anacronismos y desplazamientos, remociones, abstracciones; en fin, estas incongruencias (como por ejemplo: las palmeras mustias entre el fluir incesante del tráfico de la Ronda de Dalt; los sombreros mexicanos y espadas medievales en las tiendas de souvenirs de La Rambla; las calesas) son hitos inapreciables, dan escalofríos, dan que pensar, como esas llamadas de teléfono que se interrumpen antes de que alcances el aparato. (¿No tituló Vinyoli Algú m'ha trucat o Algú m'ha cridat uno de sus poemas mesmerizantes?). Como la cafetería Stork del pasaje de Arcadia, el bistrot del Casino París, de Las Vegas -los testigos de boda de Ramón y Meritxell nos alojamos en el hotel del casino, simulacro de un inmueble del XVI, frente a la torre Eiffel, el Arco de Triunfo y el Palais Garnier: no falta nada-, dispone de comedor interior y de una terraza perfectamente cubierta por una falsa cúpula con un cielo raso pintado con detallismo hiperrealista, que representa el cielo, con una luz deliciosa, nada menos que la luz de una tarde húmeda y nublada de otoño en París, a las seis o las siete de la tarde más o menos. El efecto es engañoso hasta que descubres entre las nubes una boca de salida del aire acondicionado. "Porque ese cielo azul que todos vemos / ni es cielo, ni es azul...", como dijo el clásico. Ignorándolo tal vez, el camarero del Hotel Casino París, pregunta con falso acento francés: "¿Los señores comegán dentgo o fuega, en la tegasa?".

Entre los árboles del falso Bois de Boulogne vi máquinas tragaperras, y no a la "gentil amazona, galopando sobre un soberbio alazán", que imaginaba el pobre Grand. Ese hotel, como el Venetian con sus canales navegables, sus góndolas y gondoleros y su puente de Rialto, o el Egiptian, con sus pirámides y su Esfinge, son un homenaje al Viejo Mundo y también una declaración de nostalgia. Los camareros y crupieres se pasan el día pensando: "¿Dónde está escrito que yo tenga que vivir aquí, en esta féerie, en este encantamiento, en este trampantojo, siempre expuesto al peligro de que aparezca Joe Pesci encarnando el papel de matón pirado y ultraviolento que borda en las películas de Scorsese, y la tome conmigo porque el pastís que le he servido no está a su gusto o por cualquier otra futesa, y me golpee con su bate de baseball, y en el momento en que me esté rematando a patadas se desvanezca este espejismo de París y lo único que vea alrededor sea el desierto de Nevada, noche fría y estrellada, y Joe Pesci? ¡Ah, yo debería tomar de inmediato el camino que siguió Henry Miller e irme al París auténtico, a vivir la bohemia, escribir novelas y hacer el ganso!": eso piensan todo el santo día.

Considerando las cosas en frío, imparcialmente, y dada la buena reputación universal de nuestra ciudad, es curioso que no se alce en Las Vegas un Casino Barcelona, con la Sagrada Familia y La Rambla, el Liceo en llamas, el estadio de fútbol, el teleférico rojo de Montjuïc... Considerando las cosas en frío, imparcialmente, en vez de desear la suerte de Vallejo en París, con aguacero, y viendo los castaños de París, o la suerte de la estatua del Príncipe Feliz de Wilde, que al conocer el mundo real perdió los centelleantes zafiros de sus ojos y el gran rubí rojo que ardía en el puño de su espada y a su amiga la golondrina, en vez de eso, digo, aquellos camareros del Hotel Casino París (a los que envío desde aquí un cordial saludo, extensible a todos los vecinos de Las Vegas) deberían conformarse con su voluntarioso, meritorio simulacro. Recuerden las sombras de la caverna de Platón. Ni en París encontrarían los esplendores de París, ni en Roma a Roma, como el peregrino de Quevedo. Ni el mismo rey Carlos III, con todo lo sabio y poderoso que era, y siendo además rey de Nápoles, pudo tomarse unos días para viajar a Herculano y ver la fabulosa colección de estatuas de la Villa de los Papiros, que sus arqueólogos habían descubierto y excavado. Se conformó con pedirle a su embajador Bernardo Tanucci que le enviase réplicas, "pues a lo menos de este modo tendría el gusto de ver en el modo que es posible aquellas cosas que sabes que son tan de mi genio y gusto". Ahora los originales están en el museo de Nápoles, y las réplicas podemos verlas en la Real Academia de San Fernando, dispuestas en una sala en la que no suele detenerse nadie. Desprovistos de las sombras suaves propias del mármol, los generales y filósofos de yeso, las ninfas y los sátiros y los dioses, de una blancura intensísima, parecen espectros hechizados, a punto de despertar.

museosecreto@hotmail.com

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