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La sal de Pimenta

A principios de los noventa, Helena Pimenta (Salamanca, 1955) irrumpió en los teatros y logró algo insólito en el mundo escénico. Entusiasmó a los popes de la producción privada y de los teatros públicos, a las locomotoras y los furgones de cola de la escena, a modernos, amargados, colmillos retorcidos, incombustibles... Todos agradecían la mirada renovadora que esa chica bajita lanzaba sobre vacas sagradas como Shakespeare, al que ha vuelto una y otra vez.

Nadie cuestionó el Premio Nacional de Teatro que recibió su grupo en 1993 y que por primera vez se daba a una compañía de teatro alternativo. Sólo ella no se lo esperaba. Y se llevó un susto casi mortal. Porque Pimenta todavía se sorprende de sus éxitos.

El desaparecido Eduardo Haro Tecglen, crítico al que tanto temía, dijo de ella en 1999: "No tiene, afortunadamente, ningún respeto a los clásicos que adapta. Corta o añade, da velocidad, no hay quien se aburra. Se agradece".

Profesora en el instituto de Rentería (Guipúzcoa), nació para el teatro en 1976 con su compañía Atelier, pero se la conoce fundamentalmente como directora de la Compañía UR Teatro, fundada en 1986. También ha puesto en pie una escuela de teatro y la Sala Niessen, de Rentería.

En los últimos años ha volado sola en varias ocasiones, pero siempre valiente a la hora de elegir textos: Valle-Inclán, Juan Mayorga, Enzo Cormann, Martín Recuerda, Lope de Vega o Cervantes. Incansable, ahora afronta un potente desafío en Lisboa: llevar al teatro los fantasmas del salazarismo en Portugal.

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