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Columna
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'Buscando la luz' con farolas

Es preciso contar con la ayuda de quienes fueran amigos, admiradores y estudiosos del escultor Eduardo Chillida para salir en su defensa, ante la manera de presentar una de sus esculturas en el complejo inmobiliario de Uribitarte, realizado por el arquitecto japonés Arata Isozaki,, a cuatro pasos de la ría bilbaína. La escultura, de título Buscando la luz IV, tiene 8,50 metros de altura y 23 toneladas de peso. A dos lados de la pieza han colocado ocho farolas de gran altura. Son ocho perturbaciones visuales; desde cualquier posición que se mire, allí están eso mástiles metálicos interrumpiendo la limpia visión de la pieza.

Por esos cruces interferentes, la escultura deja de tener sentido como obra de arte. El séquito de farolas impide que se cumpla el decir de Chillida cuando aseguraba que el límite es el verdadero protagonista del espacio. En este caso, el falso protagonista del espacio es la constante interferencia de líneas.

La cosa era tener una escultura de Chillida en ese complejo inmobiliario

Como ejemplo, nos bastaría imaginar que a un lado de Las Meninas colocaran un biombo pintado con manzanas plateadas y al otro lado, e impidiendo la visión completa del cuadro, una mampara donde cuelgan un par de botas de patinaje artístico. ¿No sería esto un flagrante despropósito?

Entre sus amigos, admiradores y estudiosos habrá quienes sepan que el escultor donostiarra se pasó la vida tratando de buscar para cada una de sus creaciones escultóricas la colocación o lugar ideal en el espacio. Se entregó en cuerpo y alma a esa tarea. Le iba la vida en ello. Se cumplía en su persona el axioma de que el arte es la forma de vida de quien verdaderamente no vive. Porque sabemos que el presente y futuro artístico de los muertos pende de la memoria de lo vivos, de ahí que deba salirse en su defensa oponiéndose a dejar en manos de cualquiera la colocación de esta escultura.

No basta con que exista un propietario de esa pieza, para que se sirva hacer de ella lo que le venga en gana. Cualquiera de los incondicionales de Chillida le informaría que lo que la estética tiene de valor y de esencial vigencia es, con toda probabilidad, lo que determinadas personas sin conocimiento alguno ignoran profundamente. Quien tiene una obra de arte cree que por poseerla adquiere con ello los secretos de su contenido estético. Craso error. Una obra se rige por sus propios criterios internos, que tienen poco o nada que ver con los aspectos estrictamente de posesión.

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La posición a favor de Eduardo Chillida se cifra en tratar de preservarle de intrusos. No debemos olvidar que el escultor donostiarra no es sólo de su familia, herederos de su obra; también es de todos nosotros. Él mismo aseguraba que una obra deja de ser de uno, para ser de todos. Alentado por la noción panteísta de que un hombre es todos los hombres, llegó a expresar en cierta ocasión, con ejemplar y noble contundencia: "El camino que a mí me interesa en el arte es la obra de todos, la obra común".

En cuanto a buscar culpables de esta descabalada situación, no se piense en el arquitecto Arata Isozaki, puesto que en el proyecto inicial no figuraba la existencia de escultura alguna. Parece más verosímil pensar que, al dar por terminada la construcción, presuntamente a alguien -en todo desatino estético siempre hay un alguien devastador- se le ocurrió colocar la escultura en el rellano de las escalinatas. Poco importaba que estuviera rodeada de un arracimado conjunto farolero. Daba igual.

La cosa era tener una escultura de Chillida en ese complejo inmobiliario. Mas a algunos de sus amigos, admiradores y estudiosos estoy seguro que no les dará igual, al punto de proclamar en voz alta que con esa decisión los anhelos del escultor por buscar una colocación ideal para sus esculturas rodaron escaleras abajo, hasta ir a parar al fondo oscuro de la ría bilbaína. Allí permanecerán, murmullo adolorido de ribera, mientras no se corrija el error infligido contra él.

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