En la línea de fuego
Antes de la invasión de Irak de marzo de 2003, la CIA tenía un plan secreto para envíar a Bagdad cientos de banderitas de EE UU. La idea era que los ciudadanos de la capital iraquí pudieran agitarlas, en un éxtasis colectivo de alivio y gratitud, cuando los soldados norteamericanos desfilaran triunfantes por sus avenidas. La CIA planeaba filmar estas escenas, la versión árabe de la liberación de París de 1944, y retransmitirlas por las televisiones del mundo. A los 60 días, según cálculos del aparato de inteligencia exterior de la superpotencia, comenzaría la retirada de las tropas estadounidenses.
El guión de la vida real ha resultado ser algo diferente al de las fantasías de los estrategas de Washington. Vivir en Bagdad -fuera de la llamada zona verde, donde residen protegidos los diplomáticos, políticos, generales y otras eminencias- es vivir dentro de una película de terror veinticuatro horas al día, siete días a la semana, sin fin. Todo indica que, lo mire uno por donde lo mire, la situación irá a peor. Para un ciudadano normal de la capital iraquí, la vida es una pesadilla cuya única salida es la muerte. Siempre hay un asesino al otro lado de la puerta, a la vuelta de la esquina. La pesadilla se vuelve incluso más atroz al saber que el asesino que le espera a él, o a su mujer, o a su hijo, o a su padre, o a su madre puede ser un psicópata, como los de Stephen King, que se deleitará en oír los chillidos de su víctima, en hacer que sufra un dolor inimaginable antes de morir. De las cien personas (media conservadora) que padecen muertes violentas en Irak cada día, la mitad habrá tenido la mala suerte de encontrarse camino del trabajo, de compras en el mercado, en el lugar donde explotó una de las enormes bombas que sacuden Bagdad con la misma frecuencia que en una ciudad de Europa Occidental hay un accidente de coche. Pero la otra mitad muere de manera más horriblemente calculada, si cabe. Secuestrados por la noche, los arrastran a lugares donde los someten durante horas a golpes, torturas y mutilaciones no mortales antes de acabar con ellos: a veces, a tiros; a veces, decapitados. Cincuenta cada noche, día tras día, sin fin.
El guión de la vida real en Irak ha resultado ser otro al imaginado
Cuando la gente se encuentra en Bagdad, se despide para siempre
Bush se ha convertido en el sargento reclutador más eficaz de Al Qaeda
Por no hablar de los desaparecidos, que, según cuenta Álvaro Ybarra, el fotógrafo cuyo trabajo se publica en estas páginas, son muchos y podrían hacer que las cifras reales de muertes sean muy superiores a las que maneja la ONU, que dio un número de 3.709 iraquíes muertos el pasado mes de octubre, tres cuartas partes de ellos en Bagdad. Un estudio hecho por la Universidad Johns Hopkins de Baltimore llega a una cifra de 15.000 iraquíes muertos al mes desde la invasión de EE UU y sus aliados hace casi cuatro años. Cuenta Álvaro Ybarra que cada vez que la gente se encuentra con amigos en Bagdad ,“se despiden”. Es decir, se dicen adiós para siempre, porque lo lógico es suponer que no habrá ocasión de volver a verse. Con suerte será una bomba la que acabará con ellos y no uno de los Hannibal Lecter iraquíes cuyo concepto de lo que le exige su dios es maximizar el impacto psicológico del terrorismo que practican. Ybarra es uno de los poquísimos extranjeros que salen fuera del castillo acorazado de Bagdad que es la zona verde y se asoman a ver las consecuencias directas de la guerra de George Bush en Irak. Ybarra ha fotografiado a soldados de un regimiento norteamericano cuya rutina matinal consiste en recorrer la ciudad retirando los cuerpos mutilados de los asesinatos de la noche anterior, como los recogedores de basura de una ciudad en paz. Es más peligroso por muchos motivos; uno de ellos, que los asesinos, sabiendo quién se encargará de llevar los cuerpos a las morgues, colocan minas bajo sus víctimas para intentar sacar doble provecho de su actividad nocturna.
Se ha discutido mucho en las tribunas de opinión del mundo occidental sobre si lo que hay ahora en Irak es una guerra civil. Según Ybarra, es algo peor. En una guerra civil hay dos bandos que se disputan dos territorios. En estas circunstancias, el trabajo de un periodista, aunque peligroso, se puede hacer con una razonable seguridad de poder sobrevivir. Entre otras cosas porque en una guerra civil existe una lógica política. Ambos lados tienen cierto interés en que se cuente al mundo su versión de los hechos; ambos bandos suelen considerar que matar a un periodista no les dará buenos resultados políticos. Ybarra dice que hubo una época en Irak en que, hasta cierto punto, estos principios se podían aplicar. Pero hoy, además de una guerra entre chiíes y suníes, lo que hay es una contienda entre todo tipo de milicias por pequeños territorios de la ciudad. El control de un barrio cambia de manzana a manzana. Los contactos que Ybarra tenía antes para poder hacer su trabajo, que le ofrecían cierta protección, ya no sirven. Porque al cruzar una calle o dar la vuelta a una esquina es otro bando el que impone la autoridad.
Si uno estudia los pormenores de la información que emana de las altas esferas de Washington ve cómo converge con el análisis sobre el terreno que ha hecho Ybarra. En 2004, el National Intelligence Estimate, un informe producido por 16 servicios de inteligencia de EE UU, anticipaba que “el peor escenario” en Irak era una guerra civil. El informe de la misma agrupación de agencias para 2007 afirma que el término guerra civil no abarca el grado de complejidad que tiene hoy el conflicto iraquí, ya que ahora, además de un enfrentamiento general entre chiíes y suníes, hay violencia entre diferentes facciones chiíes, hay una explosión de violencia meramente criminal y hay ataques de insurgentes suníes o grupos afiliados a Al Qaeda contra los soldados norteamericanos. Es decir, no hay una guerra; hay cuatro o cinco. O como John McLaughlin, un antiguo director de la CIA, lo definió en una entrevista con The New York Times: “La guerra civil es jugar a las damas; esto es ajedrez”. La partida, eso es, más sangrienta, más caótica nunca vista. Una en la que la desigualdad entre los contrincantes ha resultado ser abrumadora. Si bien de lo que se trata es de una guerra -como dice George W. Bush- entre las fuerzas del bien, que él como presidente de Estados Unidos representa, y las del mal, encarnadas por Osama Bin Laden, está claro quién está ganando. Bin Laden puede que no esté viviendo en las cuevas de la frontera entre Pakistán y Afganistán en circunstancias tan amenas como Bush en la Casa Blanca, pero cada noche se tiene que ir a dormir con una gran sensación de satisfacción, de seguridad incluso más absoluta de la que tenía antes de que su dios es más fuerte, inteligente y bondadoso que el del también fundamentalista presidente americano.
Los ataques que Bin Laden orquestó el 11 de septiembre de 2001 en Nueva York se pueden ver hoy como una trampa en la que EE UU cayó, con consecuencias catastróficas. Bush declaró en un discurso que dio en agosto de 2002 en Crawford, el pueblo de Tejas donde tiene su rancho, que su país era “la mayor fuerza para el bien de la historia”. Cuando siete meses más tarde invadió Irak, precipitó una cadena de acontecimientos que han conducido hoy a un antagonismo entre el islam y el mundo occidental nunca visto desde las Cruzadas. Como el propósito final de Bin Laden es, precisamente, vengar la victoria cristiana de las Cruzadas, reconquistar terreno perdido en la Edad Media y someter la especie humana al reino del islam más radical, lo que ha acontecido es lo que no se hubiera atrevido, ni en sus fantasías más extravagantes, a imaginar.
Bush no sólo se ha convertido en el sargento reclutador más eficaz de Al Qaeda, sino que hay un creciente número de personas en todo el mundo, de todas las creencias y no creencias, que considera que Estados Unidos representa un peligro mayor para la humanidad que los perpetradores del atentado terrorista más sangriento de la historia. Lo que ha logrado Bush es que nunca haya habido más gente en el mundo que discrepe con su propuesta ideal de que EE UU es “la mayor fuerza del bien de la historia”. Lo que explica en parte que, según los últimos informes de los servicios de inteligencia de Washington (que tienden a ser más fiables cuando se trata de malas noticias que de buenos pronósticos), la red global terrorista de Al Qaeda está más unificada, y más directamente bajo el control de Bin Laden y su número dos, Ayman al Zawahri, que nunca.
La peor consecuencia de la ingenuidad con la que Bush ha caído en la trampa que Bin Laden le tendió es el horror cotidiano que padece la población civil de Irak. Aunque no se debe olvidar -y para esto también hay que agradecer el valiente trabajo de Álvaro Ybarra- el peligro y el miedo a los que están sometidos los soldados norteamericanos. Las fuerzas de ocupación se ven obligadas a ejercer hoy, ante todo, funciones policiales, protegiéndose tanto a sí mismas como a la sociedad civil, misión que les ha costado más de 3.000 vidas y 30.000 heridos de gravedad. Irak es ahora Apocalipsis now.
¿Cómo se ha llegado a esto? ¿Cómo se ha cometido lo que el ex vicepresidente Al Gore define como “el peor error estratégico de la historia de EE UU”? Se han propuesto muchas teorías: el factor petróleo; la agenda ideológica de los neoconservadores dentro de la Administración de Bush; la necesidad de los americanos de venganza tras el ataque del 11-S; la psicología edípica, incluso, de George Bush, hijo... La verdad, como se va entendiendo al pasar el tiempo, es que es una mezcla de todos estos elementos, y más.
Aunque la primera responsabilidad recae en los votantes estadounidenses por haber elegido como presidente -no una vez, sino dos- a un hombre que se habría encontrado al límite de sus posibilidades si hubiera estado a cargo de un negocio de coches de segunda mano en su pueblo de Crawford. Las últimas encuestas demuestran que si Bush se presentara a elecciones hoy, perdería de manera abrumadora. Lo cual refleja la verdad del dicho atribuido a Lincoln: “Se puede engañar a parte del pueblo parte del tiempo, lo que no se puede es engañar a todo el pueblo todo el tiempo”.
Pero ahora ya es tarde. La mala suerte (porque las cosas podrían haber sido diferentes) fue que Bush optó por rodearse de un grupo de ideólogos que diez años antes habían estado despotricando sin mayor peligro en los foros políticos de la más extrema derecha de Washington. En aquellos tiempos, incluso los republicanos los llamaban “the crazies” (“los chiflados”). Gente como Paul Wolfowitz, Richard Perle, Douglas Feith y William Kristol; los personajes que más influencia tuvieron sobre el presidente a la hora de ir a la guerra, junto al ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld -un personaje (ahora que uno lo ve con cierta distancia) extraído de la película de Peter Sellers y Stanley Kubrick Teléfono rojo: volamos hacia Moscú- y de Dick Cheney, que trabajó en el Gobierno de George Bush, padre, pero también era visto en aquellos tiempos como un loco felizmente enjaulado por gente como el general Colin Powell. Años después, Colin Powell tuvo la desdicha de verse ocupando el cargo de secretario de Estado en el Gobierno de Bush, hijo. Después de que renunciara Powell, su jefe de gabinete, Larry Wilkerson, dijo en una entrevista con la revista GQ que Wolfowitz, el número dos del Pentágono cuando la invasión a Irak, era “un utópico” como Lenin. “Nunca vas a conquistar la utopía”, observó un profético Wilkerson, “pero vas a hacer daño a mucha gente en el intento”.
Todos estos crazies estaban unidos por su fe absoluta no sólo en la superioridad histórica de la democracia y el way of life norteamericano, sino también en la necesidad de exportarla al resto del mundo; de forzar a toda la humanidad a adorar el mismo dios, empezando por los países árabes, cuya importancia prioritaria se basaba en sus enormes reservas petrolíferas. Y hacerlo, en este caso, por el uso de la fuerza. La oportunidad no se hubiera dado -el pueblo estadounidense jamás hubiera apoyado semejante aventura- si no hubiera sido por el ataque del 11-S.
Tanto el presidente Bush como la mayor parte de los norteamericanos están programados para entender su lugar en el mundo como el del vaquero bueno -el pistolero que lleva sombrero blanco- en las películas de John Wayne. La película empieza cuando los malos cometen una agresión contra los buenos. El desenlace es tan previsible como satisfactorio. El jefe de los buenos persigue a los malos, a cuyo jefe mata el bueno en la escena final.
Si Bush hubiera logrado su objetivo -articulado en sus discursos en términos sacados palabra por palabra de las películas de John Wayne- es probable que no hubiera sentido la necesidad de extender su “guerra contra el terrorismo” a Irak. Si las tropas que envió a Afganistán al mes de los atentados de Nueva York hubieran capturado o matado a Bin Laden, el final hubiera sido más limpio y feliz. Pero como no se logró, y como el pueblo norteamericano (animado por la mayoría de los medios) exigía venganza, y como Bush, hijo, sentía una vergüenza terrible por lo que muchos en la derecha interpretaron como la cobardía de su padre al no haber invadido Irak y acabado con Sadam Husein tras la guerra del Golfo en 1991, y como los manipuladores de la opinión pública al servicio de Bush lograron convencer a la mitad del pueblo americano (y a casi todos los soldados) de que Husein había sido cómplice de Bin Laden en el ataque del 11-S, y porque se convencieron a ellos mismos -por procesos mentales que oscilaban entre el autoengaño y la mentira- de que Sadam poseía armas de destrucción masiva, y porque Irak no es Ruanda o Sudán y debajo de su suelo hay un océano de petróleo, y porque los neoconservadores vieron la oportunidad por fin de hacer realidad sus sueños delirantes de imponer una pax americana en el mundo, y porque Irak no es ni Corea del Norte ni Irán y se llegó a creer que la guerra se ganaría en cinco minutos, y porque la ignorancia en Washington de las realidades del mundo árabe era tal que se creyó también (el mismo Cheney lo predijo) que la gran mayoría de los iraquíes reaccionarían a una invasión con un júbilo atenuado únicamente por la frustración de no tener a mano banderitas norteamericanas que agitar durante los desfiles triunfales de las tropas liberadoras; por todo eso se invadió Irak.
Hoy, Sadam está muerto, pero Bin Laden, que sepamos, sigue vivo, y aunque no lo estuviera, el potencial destructivo de Al Qaeda, cinco años después de que Bush anunciara la guerra contra el terrorismo, que Bin Laden simboliza, sigue intacto. Y con más adeptos que nunca. Irak, mientras tanto, es una visión del infierno en la Tierra. Lo asombroso es la capacidad que tiene el ser humano -y en este caso, Bush y su gente- de engañarse a sí mismo. Cheney, preguntado en una entrevista reciente sobre cómo veía ahora su afirmación de principios de 2003 según la cual las tropas norteamericanas serían recibidas en Irak como liberadoras, respondió que básicamente eso era lo que había ocurrido. El mismo Bush hizo una visita relámpago a Bagdad en junio del año pasado y declaró al regresar: “He estado en la capital de un Irak libre y democrático”. Cualquier ciudadano iraquí o soldado norteamericano en Bagdad que se hubiese percatado de esa declaración hubiera reaccionado, en el mejor de los casos, como si se tratara de una broma de pésimo gusto.
Ahora, la única respuesta al desastre que se le ocurre a Bush -que el mes pasado volvió a repetir: “Vamos a triunfar en Irak”- es proponer el envío de 20.000 soldados más. Se trata, o de más autoengaño, o de un cinismo total. Porque aumentar el número de tropas no va a solucionar nada, pero si va a asegurar que sea el próximo presidente de EE UU (casi seguro un demócrata) el que se tenga que encargar de buscar una solución al problema que seguramente pasará por reducir paulatinamente la presencia militar americana. Con lo cual, Bush y sus aliados podrán responder como responden todavía hoy al fracaso de Vietnam: afirmando que Irak se perdió debido a la cobardía de los demócratas. El cambio de Rumsfeld por Robert Gates en el puesto de secretario de Defensa ha ofrecido por lo menos la posibilidad de que, un día de éstos, gente con un cierto grado de claridad y sensatez recupere el control de la política exterior norteamericana.
Preguntado en el Congreso hace dos meses si veía una solución en Irak, Gates respondió: “Es mi impresión, francamente, que no hay ideas nuevas para Irak”. Preguntado sobre quién había sido el responsable del 11-S, Sadam o Bin Laden, contestó (a diferencia de cómo lo sigue haciendo hoy Cheney y en su día Rumsfeld) de manera inequívoca: “Osama Bin Laden”. Preguntado también sobre quién representaba un peligro mayor para Estados Unidos hace cuatro años, Sadam o Bin Laden, respondió una vez más: “Bin Laden”.
Todo lo cual representa un avance, pero no una solución, porque, como dice Gates, ésta parece no existir. Los americanos no deberían haber entrado en Irak, pero ahora no pueden salir. La mayoría de los iraquíes con los que Álvaro Ybarra ha hablado se aterran aún más, si es posible, ante la posibilidad de que las tropas estadounidenses se retiren. Otro habitual residente de Bagdad, un alto funcionario de la ONU consultado por EL PAÍS, dijo lo mismo. Que si las tropas se van, tropas cuyo comportamiento con la sociedad civil es un modelo de civismo comparado con el de los iraquíes armados (esto lo corrobora Ybarra), se desatará un baño de sangre que hará que la actual situación parezca en comparación un oasis de tranquilidad.
Las cuatro o cinco guerras que hay actualmente en Irak se intensificarán ante la huida del árbitro estadounidense que las inició, con la posibilidad adicional, como ha advertido Gates, de que se incorporen tropas de los países vecinos a la contienda, algunos actuando de lado de los chiíes; otros, de los lados de los suníes, y todos combatiendo por una porción de la riqueza petrolera del país. Y si el precio del petróleo se ha disparado desde la invasión de marzo de 2003, ahora explotaría hasta las nubes. En caso de una conflagración militar regional, el suministro de petróleo al resto del mundo se podría ver drásticamente afectado. A esto es a lo que se refiere Al Gore cuando habla del “peor error estratégico de la historia de EE UU”. El impacto sobre la economía mundial sería entonces, ante el regocijo de Bin Laden, devastador. Y todos, sin excluir los habitantes del pacífico pueblo de Crawford, en Tejas, sentirían en carne propia algo que se aproxime al dolor y miedo que sufren, y seguirán sufriendo veinticuatro horas al día, todos los días de sus vidas, los habitantes de Irak, cuya única salvación es la muerte, cuyo único consuelo es la esperanza de que sea rápida.
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