Una intromisión
Voy a inmiscuirme en un asunto privado, la conciencia de Inmaculada Echevarría, la señora de 51 años que quiere que la dejen vivir bien sus días y morir en paz en Granada. Ha pedido que le quiten el aparato de respiración asistida, y, a mi juicio, la cuestión incumbe exclusivamente, en principio, a Inmaculada Echevarría y a sus médicos. Hemos oído esta semana, sin embargo, los criterios de la Administración autonómica, responsable de los servicios de salud pública, y, como es costumbre en el país, los de la Iglesia católica.
El criterio de la Junta, de acuerdo con sus consejeros legales, se atiene a la Ley de Autonomía del Paciente, una ley de cuando el PP tenía mayoría absoluta, exactamente de noviembre de 2002. Invocando el respeto a la dignidad de la persona y a la libertad individual, la ley acata la voluntad e intimidad del enfermo, que, después de recibir la información adecuada, decidirá libremente "entre las opciones clínicas disponibles", y podrá negarse a las pruebas y tratamientos que no desee. La ley coincide con el código deontológico de los médicos.
Creo que estos principios son razonables, como la Constitución, que, además de consagrar el derecho a la libertad personal, proscribe los tratos degradantes, y degradante me parece ser forzado a intervenciones médicas que yo considere inadmisibles. Pero la Iglesia católica, en Toledo y a través de una de sus más altas jerarquías nacionales, para hablar de Inmaculada Echevarría habla de eutanasia, "siempre ilegítima", "un mal", un atentado "contra el hombre, su vida y su dignidad", según cita desde Granada Reyes Rincón en este periódico.
La jerarquía católica es el único grupo que en España hace resonar sus opiniones y provoca la discusión fervorosa. Yo, que ahora mismo estoy en ese debate, creo una bendición que este grupo exista. Impide que se trivialicen asuntos como el aborto o la capacidad para elegir la propia muerte, es decir, la propia vida, en un momento en que la invención de avanzados procedimientos para mantenernos vivos nos obliga a buscar formas para salir de la vida en condiciones aceptables. Forzar a una persona a cuidados que la mantendrán viva a pesar de que el tratamiento le parezca insoportable, ¿supone un delito de coacción, una agresión? Confío en que así sea. En todo caso, es admirable que una enferma indefensa empeñe su vida en que respetemos su voluntad, sus creencias sobre la vida y la muerte.
Los argumentos de la Iglesia católica son de una vehemencia e imperturbabilidad pétreas. Son simples y claros. Son cómodos: nos libran de asumir nuestra responsabilidad sobre el concebir y el morir, que debemos dejar al dictado de la autoridad eclesial. Demuestran una desconfianza total en la naturaleza humana (y hasta puede que acierten en esto: el historial de la humanidad es lamentable). Pero yo prefiero la libertad de elegir la propia vida, en el respeto a la libertad de los otros. También cada católico elige sus relaciones de familia, su manera de afrontar la existencia y la extinción, ese compromiso ineludible. La pasión católica de imponer a todos las propias ideas revela en el fondo una debilidad, una falta de convencimiento en el poder persuasivo de sus convicciones. La Iglesia católica tiene vocación de Estado y pugna porque el Estado se convierta en brazo de la ley católica. Todos los amores deben ser católicos, y todos los modos de vivir y morir. Su verdad es la única verdad.
Aquí vivimos en una sociedad patriarcal, entre la paternidad estatal y la paternidad eclesial-católica. María Jesús Montero, consejera de Salud, el jueves pasado "garantizaba" en nombre de la Junta la desconexión del respirador de Inmaculada Echevarría. "Ya todo depende de la relación médico-paciente", dijo. Creo que todo tendría que haber dependido siempre de la relación médico-paciente. Pero nos hemos acostumbrado a tomar al Estado como una especie de padre, y el padre tutela la decisión personal de la enferma y el dilema ético de los médicos, bajo la amenaza de un Código Penal que quizá castigue el respeto a la voluntad de la enferma. La justicia podría haber amparado los derechos fundamentales de Inmaculada Echevarría. Pero aquí el poder ejecutivo se confunde con el legislativo y ejerce alguna vez el poder judicial. La desconfianza en la eficacia de los órganos judiciales ¿justifica la intervención de la Junta, responsable de asistir médicamente a los ciudadanos? Esta duda pone en evidencia la calidad de nuestra democracia.
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