La emoción es lo que cuenta
La primera vez que vi una película de Martin Scorsese -verano del 78, 14 años- no sabía quién era el director ni falta que hacía. Entre lo mucho que me quedó grabado aquella tarde memorable, destaco el momento en que todo el cine se puso a taconear con más o menos salero al ritmo de Muddy Waters en la sensacional versión de Hoochie Coochie Man. Una catarsis que no he vuelto a presenciar en recinto cinematográfico alguno: uno de los raros momentos de la vida en los que, por alguna razón, el diafragma cree y se exalta mucho antes de que el conocimiento sepa y nuestro repelente niño Vicente interior encasille y concluya. Si algo puedo ver claro desde la distancia, es que, sin capacidad para razonarlo, me di cuenta de que en El último vals se estaba contando una verdad que iba más allá de la despedida apoteósica de un grupo, de los logros musicales de una generación (y hasta dos) o de sacralizar a Bob Dylan. Había un juego entre placer, salvación, pecado y redención. Eso lo entendía tan bien un chaval católico de Pueblo Seco como uno de Little Italy. Y que el modo inmejorable de explicar ese juego era la crónica. Que en aquel caso el documento fuese real, bien poco le importaba a un adolescente español a quien todos aquellos músicos llenos de carisma le sonaban a otro mundo.
Quizá la anterior experiencia iniciática sea el motivo de que, para mí, Scorsese es grande cuando logra que sus ficciones posean un agudo e inequívoco cariz documental. ¿Es Malas calles algo más que una sucesión de escenas testimoniales? ¿Qué es Taxi driver sino una doble crónica: la que Travis Bickle hace de Nueva York como Babilonia y la que el dúo Scorsese-Schrader hace de la locura de Travis Bickle? ¿Qué son -con acierto desigual- Uno de los nuestros y Casino, más que la verdadera confesión de un mafioso sin glamour, o el modo en que, durante una época, se repartieron los poderes en la ciudad más imposible del mundo? ¿Qué es Toro Salvaje sino la crónica masoquista de quien posee un don para sobresalir socialmente que en realidad detesta, una tragedia real americana? ¿No es El aviador la mera constatación de la locura inherente en la unión vertiginosa entre capitalismo y tecnología, una segunda tragedia real americana? Ése es el Scorsese que prefiero, el que, por así decirlo, no necesita pensar.
El otro Scorsese es un producto de ese gran conocedor del cine y de su historia que también es Scorsese. El director de ejercicios de estilo. En ese apartado, tiene dos grandes películas que generalmente casi nadie sitúa entre lo mejor de su filmografía: La edad de la inocencia y El color del dinero, las únicas en que las relaciones entre hombres y mujeres son auténticas, en las que el drama posee una profundidad que va más allá del autismo sentimental, de la pirotecnia o de un exceso de historia (New York, New York) que en su momento no supo manejar. Resumiendo, esas películas en las que no se echa de menos a Joe Pesci. Mención aparte merece la mejor película que nadie quiere volver a ver, un auténtico arañazo en una pizarra: El rey de la comedia.
En cuanto a Infiltrados, creo que ha sido un merecido éxito en varios frentes: el evidente de los premios y de la taquilla, y el de acercarse -más el Scorsese director que el Scorsese autor- a un público joven. Una traducción casi literal del cine de Hong Kong, por un lado, y una primacía absoluta de la forma sobre el fondo, por otro. Tampoco hay que desdeñar las ganas que tendría el buen y galardonado Martin de hacer una de Samuel Fuller a lo grande.
La verdadera alegría de esa lluvia de oscars es para quienes esperamos que esa feliz circunstancia le permita seguir haciendo películas muchos años.
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