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Reportaje:

"Escribir para respirar"

La primera persona que me preguntó por qué había escrito La amante en guerra fue el empleado que atiende un diminuto comercio situado cerca de mi casa, junto a la pomposamente llamada Business and Computer University, más conocida en Beirut, y en mi barrio, como Hawai University, fundada a finales de los noventa bajo supervisión de una universidad del Estado norteamericano de Hawai: se trata de una escuela técnica privada con ínfulas superiores ?como otros negocios locales relacionados con la carísima educación?, y a la que una leyenda urbana atribuye cierta facilidad para proporcionar títulos a cambio de sobornos. En cualquier caso, el joven que regenta la tienda, angosta pero bien surtida de ordenadores e impresoras, obtiene la mayor parte de sus ingresos de los estudiantes que acuden a que les copie sus apuntes; alguien va a clase, pues. Yo suelo llevarle mis documentos en un USB para que los imprima; lo hace pronto y bien; a las galeradas de mi último libro ?enviadas por la editorial vía e-mail para una postrera corrección? las dotó, además, de una encuadernación en plástico muy pulida que les confería el aspecto de una tesis doctoral. Terminado su trabajo, acarició con la mano la portada, siguiendo con el índice las palabras escritas en una lengua que no comprende, aunque un tío suyo vive en Granada, me informó, pero el chico ignora si eso se encuentra en el norte o en el sur de España. Le conté que está en Al-Andalus y le hablé de la Alhambra ?Al Hamra, la roja, como nuestro barrio?, pero él no comprendió. Suele ocurrir entre los jóvenes: sueñan con nuestro siglo XV mucho menos de lo que Aznar se obsesiona con la conquista de España por los Omeyas. Aunque sí piensan en emigrar a donde sea. Tras un breve silencio, el muchacho lanzó la cuestión:

El impacto de los bombardeos ha causado un mal profundo, algo parecido al "si Dios no existe, todo está permitido"

¿Ha escrito una novela de Beirut? ¿Y por qué?

Le contesté con una mentira sencilla, “es un libro de turismo”, para acabar pronto; del mismo modo que le había dicho que vivo con mi hermano menor cuando se interesó por mi domicilio en la ciudad. Pequeños embustes que alimentan la curiosidad de los extraños, que puede resultar tan intensa como su amabilidad. Y, sobre todo, para no eternizarme en explicaciones.

Volví al bloque en el que habito, dejé la bolsa de plástico con el libro dentro en la conserjería, en donde Jamil ?con J de Jordi; menudo y tan considerado y responsable ya: tiene un hijo, y mucho miedo al porvenir, como el resto? palpó el libro por fuera, sin recato, porque el buceo en la intimidad ajena no es aquí signo de mala educación, sino de cálido interés. Sonrió:

?¿Es lo que ha estado escribiendo?

Señaló hacia lo alto con la cabeza, convocando con ese gesto mi apartamento, el escritorio, el ordenador portátil y el cable que me conecta a Internet atravesando mediante una serie de agujeros ?impecable instalación a cargo de Jodor, con J de Javier; el técnico de la Red en el vecindario? los cuartos de baño de los siete pisos que me separan de la azotea.

Asentí y me fui deprisa, antes de que también él me preguntara por qué lo he hecho. Caminé hacia la Corniche, para dar mi paseo matutino habitual junto al mar, e imaginé a Jamil examinando en esos momentos el fajo de folios y demandándose qué demonios puede inspirar esta ciudad, de la que la gente normal quiere huir, a la mujer extranjera que reparte su tiempo entre Barcelona y Beirut, que vive sola y se pasa las horas encerrada escribiendo o tomando clases de libanés coloquial, o husmeando en los rincones de Hamra. Esa mujer que, cuando hay follón ?y últimamente ha sido un no parar?, se reúne en el portal con otros como ella ?periodistas, claro? y todos, excitados, se meten en un coche y se dirigen hacia donde ocurren las cosas.

Pero los extranjeros formamos parte de Beirut y, por suerte, yo ya soy una más de las ciudadanas que cuelgan como hiedras de los muchos muros mentales que caracterizan esta capital. La ciudad me narra igual que yo la narro a ella. Dependemos la una de la otra para existir. Y ella es mi amante, mi amante en guerra. Guerras de antes, de hoy, de mañana y de siempre.

“Escribí este libro para no dejar de respirar”, es la respuesta que me vino a la mente mientras me insuflaba la sal del Mediterráneo en los pulmones esa mañana de principios del pasado diciembre, un mes después de que lo terminara. La amante en guerra fluyó de mí, inevitable, desde los primeros días de agosto de 2006, y no lo hizo para que recopilara en sus páginas las crónicas que había enviado a este periódico cuando la invasión de Israel me sorprendió en Beirut, el 12 de julio. Me puse a escribir este libro porque era lo único que podía consolarme, ya en Barcelona, de tener que seguir el desarrollo del conflicto desde la distancia; y porque me ayudaba a pagar la culpa que sentía por haber permitido que me evacuaran, y entretenía la espera hasta mi nuevo regreso, previsto para primeros de septiembre. Mientras fingía vivir en mi ciudad natal, y pergeñaba artículos diarios para el suplemento de agosto, dedicaba mi verdadera vida a comunicarme con Beirut mediante un relato que poco a poco tomaba forma, convirtiéndose en la historia de una mujer madura a quien la capital de Líbano pone a prueba y sacude hasta los cimientos, cambiando sus planes, cambiando su existencia. Eso es lo que me ocurrió a mí y eso es lo que cuento, aunque a veces me siento como si le hubiera pasado a otra, hasta tal punto Beirut te novela.

Si en la primera mitad de La amante en guerra la mirada de la autora ?convertida en una suerte de médium por cuya voz se expresan Beirut y la mujer que por fin comprende que le pertenece? se dirige hacia el inminente pasado y también hacia los recuerdos que me sustentan, en la segunda parte se abrió para mí ?literaria tanto como literalmente? una perspectiva desconocida. La segunda y última mitad de La amante en guerra, una larga carta al muchacho a quien conocí en Beirut y en quien quise ver ?trampas que nos hacemos para sobrevivir? al hijo que una vez creí querer tener? Esa parte se fue escribiendo conforme la ciudad y yo vivíamos, ya juntas ?y para siempre?, las nuevas experiencias que nos iban a sorprender y también a aterrorizar. El miedo al futuro o a su ausencia.

He escrito un relato de entreguerras. La amante? da cuenta de un pasado del que Líbano, y Beirut muy en concreto, no puede ni quiere desprenderse. Pero sobre todo anticipa el porvenir incierto, tiene esa cadencia, en su segunda mitad, de cuento del hombre del saco que va acercándose, amenazante. Son páginas repletas de ansiedad y de esperanza en las que afloran las contradicciones y delirios que hacen de Beirut un lugar tan único como el mejor de los sueños y tan absurdamente redundante como la peor pesadilla.

Yo ignoraba qué iba a ocurrirnos, a la ciudad y a mí, pero sabía que, en adelante, lo que fuera a suceder íbamos a compartirlo. De hecho, desde entonces, cuando viajo, no pido billete de ida y vuelta Barcelona-Beirut-Barcelona, sino un Beirut-Barcelona-Beirut. Me obligo a ir por lo menos diez días al mes, o dos veces en un mes, o dos meses de cada tres. Cuando vengo a España lo hago por motivos familiares graves, para que mi perrillo no me olvide y con objeto de reorganizar mi tinglado doméstico, estar con las mujeres que me ayudan a vivir esta dicotomía, tan insoslayable como el propio libro. Pero siempre que puedo me subo a los dos aviones que me conducen a mi otra ciudad ?he dejado de tener miedo a volar; en julio de 2006 se me curaron los miedos irrelevantes, y creo que también los otros?, y mi gente, mis amigos y compañeros de trabajo, mis jefes y mis editores, todos han comprendido que no sólo lo hago por gratitud y amor hacia Beirut. También porque allí disfruto del momento como en ninguna parte.

He leído en la biografía de Federico Fellini editada por Tusquets una definición de lo que Roma significó para el cineasta en su juventud, de lo que supuso para él la Gran Madre Mediterránea: “? una relación totalizadora en la que se concitan miedo y libertad, soledad e independencia, pues entre las sorpresas que el vasto mundo anhelado puede depararle se encuentran también peligros y amenazas”. Me parece una exacta definición de lo que yo siento por Beirut, más Madre Mediterránea que Roma, y desde luego también más Madrastra que ninguna. Siempre la misma y siempre distinta. Ningún día es igual que el anterior en Beirut.

Cuando volví a Beirut a principios de septiembre de 2006 me encontré con una ciudad diferente a la que había abandonado. No sólo por la destrucción israelí. La material, aparentemente, sólo afectó a Haret Hreik, al sur de la capital; y al sur de Líbano, del río Litani para abajo; aparte de las infraestructuras, los puentes, los caminos, las fábricas. Sin embargo, el impacto psicológico de los bombardeos había causado un mal mucho más profundo. Algo parecido al “si Dios no existe, todo está permitido” formulado por Dostoievski, a nivel general: no de los libaneses, entidad nacional que me atrevería a aventurar que no existe, sino del conjunto de las comunidades y de cada una por su cuenta. La brutalidad de aquellos ataques apagó la luz. El “y vámonos” que puede seguir como conclusión del absurdo ?más bien el “y matémonos”? danza en el aire con la sal mediterránea y la humareda del gasógeno del combustible de los generadores de electricidad. No porque la gente corriente desee matarse, sino porque, poco a poco, las fuerzas oscuras ?y las no menos negras bocazas de todos los políticos, gubernamentales o de oposición?, que siempre han acabado por imponer su opción de sangre, arrinconan al país y lo empujan hacia la dirección funesta, ayudadas por una economía en ruinas que inclina a las personas, sobre todo a los jóvenes, hacia el nihilismo y la autodestrucción.

Un Líbano empobrecido ?el único lu- gar del mundo en donde se libró una guerra civil de 15 años que no ganó ninguno de los muchos bandos: acabó por agotamiento? que jamás recuperó ni recuperará el bienestar económico del que disfrutaba antes del conflicto de 1975-1990. Un Líbano escarnecido y arrodillado financieramente, obligado a vivir de préstamos; un Líbano salvajemente desigual. Un Líbano demasiado cercano a demasiados países y demasiado tentado, últimamente, por dejar que explote la marmita en donde se cuece la antigua rivalidad entre suníes y chiíes. Un Líbano con una capital, Beirut, que es el caldo de cultivo de todos los males; ciudad que las comunidades menos beneficiadas no sienten como suya. No es que exista lucha de clases, al antiguo estilo, aunque un poco de eso queda en los pósters de Che Guevara que una escisión del partido comunista libanés ha colocado bajo el puente de Fouad Chehab, en el centro de la ciudad, que a la hora de escribir esto ocupan ?desde el 15 de diciembre? los partidarios de Hezbolá y sus aliados, los militantes del partido del general Aoun: la oposición que Siria e Irán respaldan frente a la alianza cristiano-suní ?afianzada por Estados Unidos y Arabia Saudí? que siempre ha gozado del poder y las prebendas.

Pero sería, más que lucha de clases, resentimiento social. La sentada sin fin de la oposición ha acabado con el Beirut más falso y más pijo, el del Centro Ciudad reconstruido sobre las ruinas de lo que fue el cosmopolita corazón de la capital hasta principios de los setenta. Entre el Parlamento y los restaurantes afrancesados de Gemmayzeh y las discotecas de la calle Monot, zona cristiana, de nuevo se ha creado una frontera, y la explanada que las tiendas ocupan ?con los inquilinos fumando sus narguiles y asando sus pinchos de carne? ha cobrado, una vez más, un carácter simbólico. Meteos donde os quepan vuestras boutiques con género de modistos famosos y vuestros carísimos restaurantes, parecen decir los que protestan. Beirut nunca amó a sus hijos más pobres. Los relegó al sur, al borde de su falda. Y ahora han vuelto, manipulado su resentimiento ?y su defraudado sentido de la justicia? por el líder de Hezbolá, Nasralá.

Pero la ciudad en la que transcurre mi casi novela no es ésta, es la que se va deshilachando por todas sus esquinas y sus firmezas. Esa ciudad a la que me asomo cada mañana, corriendo las cortinas de mi balcón para comprobar que aún está en pie, ofrece a diario modalidades distintas del suicidio al que se entrega en un lugar u otro, de una forma u otra. Un creciente temor y una sensación de buque que ha perdido el rumbo; o cuya carta de navegación controlan fuerzas que no podemos ni alcanzar.

Hace más de tres años, en septiembre de 2004, me peleé con Beirut y decidí no seguir queriéndola; demasiadas ínfulas, demasiado olvido. No regresé hasta el verano de su martirio por Israel, y lo que entonces sentí me devolvió no sólo la ciudad, sino también la estima por mí misma. Como digo en mi libro, es muy fácil, en el mundo nuestro de necesidades colmadas, convertirse en un cadáver andante y no darse cuenta. Yo había decidido ?como si esto pudiera determinarse, qué idiota? disfrutar de una madurez tranquila, viajar, dar conferencias? en fin, la vida de una momia más o menos bien peinada. Hablar de los amigos muertos con sus deudos y viudas, celebrar los aniversarios con moderado regocijo y olvidar lo viva que estuve cuando estaba viva.

Beirut me ha devuelto el vigor y la noción del tiempo que pasa; también me ha hecho abrazarme a aquello que realmente amo, sus calles y sus piedras, su decrepitud y sus afeites y gualdrapas. La amante en guerra es la historia de ese amor y de una etapa de mi madurez en la que he decidido vivir como Beirut. Sin prudencia. A la intemperie. Sin cubrirme las espaldas en ningún sentido, mucho menos en el de los sentimientos.

Me gustaría que disfrutaran de esta historia y que les emocionara tanto como a mí me emocionó escribirla. Y vivirla.

El libro ‘Beirut, la amante en guerra’, de Maruja Torres, editado por Planeta, sale a la venta el próximo martes, 27 de febrero.

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