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Columna
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Abstinencia fiscal

Los ayuntamientos gallegos practican una suerte de abstinencia fiscal. Generalización de la que hay que dejar fuera sólo a las siete ciudades y a algunos municipios situados en su entorno. Los estudios disponibles muestran que los recursos tributarios por habitante de un ayuntamiento gallego estándar se sitúan en la mitad de la media española. Sin duda, una parte de este diferencial viene explicado por el hecho de que la renta y riqueza de los gallegos se hallan también por debajo de la media española. Pero se trata de una justificación parcial: los ayuntamientos andaluces y extremeños, en promedio menos desarrollados económicamente que los gallegos, disponen de más recursos tributarios. La causa principal se encuentra en los tipos impositivos escogidos por los ayuntamientos gallegos, los más bajos de España. Y lo mismo podríamos decir sobre las tasas y precios públicos municipales.

Así las cosas, los interrogantes se agolpan: ¿Qué explica esa renuencia a exigir tributos? ¿Qué consecuencias genera la menor capacidad financiera? ¿Qué hace la Xunta ante este panorama?

Los impuestos suponen un coste político para los gobiernos. Coste que aumenta cuánto más bajos sean los impuestos exigidos por los gobiernos del entorno. En consecuencia, una subida impositiva unilateral puede generar una revuelta fiscal -como no hace mucho en A Estrada- y, en último extremo, implicar la pérdida de las elecciones siguientes. Bien es verdad que los impuestos sirven para financiar gasto, y que ciudadanos racionales no sólo se fijan en lo que pagan sino también en lo que reciben. Los ciudadanos de un municipio pueden estar dispuestos a contribuir más que sus vecinos si a cambio reciben mejores servicios. Sin duda.

El problema surge cuando introducimos en el escenario a la Xunta, que por obligación legal e interés político transfiere recursos a los municipios. Y lo hace huyendo lo más posible de reglas y criterios objetivos, refugiándose en la discrecionalidad y la bilateralidad. La coincidencia de intereses partidarios o la buena relación personal por encima de fronteras ideológicas pueden hacer que un alcalde logre la cuadratura del círculo: impuestos más bajos que los demás y mayor gasto público, gracias a las jugosas transferencias y subvenciones que es capaz de apalabrar con el conselleiro de turno.

Es verdad que eso supone desviar recursos financieros que deberían financiar competencias autonómicas como la sanidad y la educación para cubrir necesidades locales. Es verdad que eso conlleva condenar a los municipios a la dependencia económica y política, al raquitismo presupuestario extremo y, en general, a unos servicios públicos locales deficientes e impropios de un país de la Europa del euro. Pero es también cierto que permite controlar las dinámicas políticas en el ámbito local, favoreciendo la continuidad de los gobiernos del mismo color político, y asfixiando los intentos de modernización y cambio de la vida política.

Desgraciadamente, lo anterior describe de forma muy aproximada lo que hemos visto durante muchos años. El reto para la Xunta actual es desmontar esa forma de hacer política y ayudar a que los municipios se hagan por fin mayores de edad. En sus manos tiene los instrumentos. Sugiero tres líneas de avance. Primero, que el sistema reglado de transferencias a las corporaciones locales prime significativamente más que en la actualidad a quienes realicen un mayor esfuerzo fiscal. Segundo, que se suprima la multiplicidad de convenios discrecionales y a la carta entre Xunta y municipios, y se potencien unas pocas líneas de interés general para la Comunidad Autónoma. Tercero, que se congelen las transferencias a los municipios que no ponen a disposición de los ciudadanos, en general, y del Consello de Contas, en particular, sus cuentas anuales.

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Es verdad que esta nueva estrategia hacia el mundo local plantea dificultades y riesgos para la Xunta, que debe actuar con habilidad y prudencia. Pero el Gobierno del cambio debería empezar a mover ficha ya. El tiempo pasa.

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