Dos matanzas de Atocha
El azar ha dispuesto que el comienzo del juicio contra los presuntos responsables del atentado del 11-M coincida prácticamente en el tiempo con el treinta aniversario de otra matanza, el asesinato de un grupo de abogados laboralistas por unos pistoleros de extrema derecha. Muy pocos metros separan la estación ferroviaria en la cual tuvo lugar la principal voladura de trenes por el comando islamista, del despacho de la calle Atocha, creo recordar que en el número 55, donde fueron fríamente ejecutados en su mayoría los jóvenes letrados allí reunidos. En ambos casos, grandes manifestaciones ciudadanas pusieron de relieve la derrota política del terror. Y también en ambos casos el episodio se constituye en momento decisivo para la historia de nuestra democracia.
La primera matanza de Atocha, de fines de enero de 1977, vino a decantar la trayectoria insegura de los primeros meses de posfranquismo hacia una resuelta orientación democrática, dirigida por Adolfo Suárez. Todo el mundo sabía que los franquistas duros no se habían desarmado y que la piedra de toque para una verdadera democracia era la legalización del Partido Comunista. Posiblemente pensaron los primeros que un asesinato ejemplarizante, seguido de una respuesta violenta a cargo del PCE, obligaría al Gobierno a reponer el patrón represivo a que se atuvo el régimen desde la Guerra Civil. Sucedió todo lo contrario. El sector ultra del franquismo dejó ver su brutalidad, y también su falta de cohesión. Las camadas negras, descritas en el filme de Manolo Gutiérrez Aragón, podrían causar más muertos, pero carecían de futuro político. Paralelamente, la impresionante respuesta de masas en homenaje a los asesinados, bajo control del PCE, mostró que sin este partido no podía haber democracia y que además el Partido sería una fuerza de apoyo fundamental para construirla. Con el respaldo sin fisuras de la ciudadanía, la vía hacia una democracia auténtica quedaba abierta.
En los tres años transcurridos desde el 11-M, muchos elementos favorecen la impresión de que también en el nuevo episodio la muerte perdió la partida en el plano político. Ciertamente, el resultado cuantitativo de las elecciones generales del día 14 se vio modificado sensiblemente por el impacto, no del atentado, sino de la apuesta del Gobierno de Aznar por imponer una versión de los hechos que le hubiera dado una clara victoria. Los ciudadanos, no el PSOE, se lo hicieron pagar en las urnas, si bien no cabe olvidar que aun cuando el PP hubiese logrado una mínima ventaja sin 11-M, formar gobierno iba a ser para Rajoy misión casi imposible. Fuera de eso, los datos positivos se acumulan. La respuesta ciudadana, de nuevo impresionante, prolongada más allá de la gran manifestación, supo conjugar el rechazo del terror con la exclusión de todo acto xenófobo contra el colectivo del que procedían los asesinos, a pesar del sustrato existente de maurofobia. Nada parecido a la reacción habida en Holanda tras el asesinato ritual de Van Gogh: entonces y ahora, la islamofobia está presente entre nosotros a modo de espantajo exhibido por simpatizantes del islamismo y teólogos seudo-progres apuntados a la Alianza de Civilizaciones. Y sobre todo, siempre en el marco del Estado de derecho, la respuesta española al 11-M constituye la antítesis al método Bush de convertir el antiterrorismo en violación sistemática de los derechos humanos, por añadidura con paupérrimos resultados. Aquí no hubo ningún Guantánamo y ahí tenemos sentados en el banquillo a los posibles integrantes del grupo de acción terrorista del 11-M. Faltan, lógicamente, cabos por atar. Después de la pérdida de Afganistán, Al-Qaeda tuvo que adoptar una forma de organización descentralizada, con mínimas conexiones entre los comandos actuantes y los núcleos de dirección. Y eso repercute tanto sobre la eficacia de la estrategia como sobre las posibilidades de reconstruir por entero la trama del terror.
De los imputados musulmanes, poco cabe esperar en el juicio. Su creencia les protege y les impone la taqiyya, el encubrimiento. El único lado oscuro en este episodio corresponde al mantenimiento de una estrategia de intoxicación, desde el PP y sus medios, inspirada por un puro y duro sentimiento de revancha, fracturando la conciencia ciudadana.
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