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Columna
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La vida alrededor del pop

Andy Warhol y Roy Lichtenstein fueron los dos artistas pop por antonomasia. Aunque el movimiento había nacido en Inglaterra unos años antes, Estados Unidos presentaba las condiciones óptimas en los sesenta para que el pop explotara con éxito histórico e internacional.

La Fundación Juan March expone en estos días una amplia muestra de la obra de Lichtenstein basada en sus cuadros de cómic, con el dibujo descompuesto en los puntos de imprenta, visibles en el éxtasis de la ampliación. A su tamaño natural la imagen parecería una mancha pero en la ampliación las marcas se expanden y enseñan el procedimiento de la cuatricromía.

¿Es esto todo lo que aportó Lichtenstein? Sería demasiado poco, pero incluso los mismos comisarios de la Juan March han creído necesario justificar, mediante ilustraciones de libros respetables o tebeos que su trabajo incluye no sólo la copia y su ampliación sino la esmerada recreación de modelos que, en ocasiones, evocan temas de Picasso, Matisse o Cézanne.

¿Queda con ello bendecido el uso del cómic? Claro que no. Lo importante no será tanto la producción -aun apoyándose en nobles modelos y horas de trabajo- como el concepto. La idea del artista o, lo que es decisivo, la idea que le concede el crítico famoso y que el mercado engullirá después como materia de prestigio y moda.

La palabra pop que procede de "arte popular" adquirió también aceptación como onomatopeya. Era pop aquello que saltaba a la vista e impactaba en la cabeza. El arte, hasta entonces, requería meditación y el expresionismo abstracto que le precedía poseía unas ínfulas metafísicas que reclamaban concentración. El pop por el contrario chocaba, estimulaba los sentidos inmediatos y culminaba su misión. ¿Todo una banalidad? Habría que ser auténticamente banal -la "máquina" Warhol- para sentenciarlo. El lienzo se exponía como acaso un pasatiempo pero enmarcado con solemnidad, enfocado, colgado en una galería de vanguardia y celebrado por los mejores críticos, ¿quién osaba sabotear la ocasión?

El mismo cuadro se comportaba con tal entereza y rectitud que hacía fracasar cualquier consideración aviesa. Era lo que era y no más de lo que era. Se hacía así impenetrable porque tras su estampa banal no guardaba ninguna artimaña, no latía ningún secreto. Su valor consistía en el vacío del valor, el ajuste del discurso al impacto, la conversión de cualquier trascendencia en inmanencia, sin otro significado ni un más allá del valor.

Lichtenstein y sus cuadros son hoy tan ejemplares que prácticamente todo adquiere su misma y redundante condición. El actual Real Madrid, por ejemplo, no es más que un mal equipo, un equipo malísimo que no tiene nada tras de su imagen banal. Ni siquiera el presidente parece real y algunos jugadores se han desintegrado ya en el interior del vestuario. No hay nada más que decir pero los medios no cesan de generar discursos alrededor eludiendo la banalidad de su completa banalidad. Gracias a ellos siguen los beneficios mercantiles.

Finalmente, el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional, la Audiencia Nacional, todos los medios posibles giran en torno a De Juana como un fenómeno político trascendental. Pero De Juana, en efecto, es como el pop, un terrorista sin más allá que su imagen terrorista y de la que no se despega. Ha matado y desea matarse como terrorista. Todo empieza y acaba en su definición cabal. Sólo los columnistas y los políticos, como los críticos de arte, como los comisarios de la Juan March, como los periodistas deportivos, producen un frondoso discurso alrededor que prolonga la dimensión del acontecimiento y provoca consecuencias y desarrollos de diferente significación.

¿El significado real? No hay más que significantes. El significante del significante del significante que circula desde el PSOE al PP, a Batasuna, la Cope o la SER. Pero el pop, en todo caso, alecciona mucho y ya nunca tras Lichtenstein o Warhol, la Justicia, la Política, el Real Madrid o Arco recobrarán el sentido y la ilusión de verdad.

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