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Columna
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¿Quiénes son los demócratas?

José María Ridao

Desde el Gobierno o desde la oposición, el Partido Popular ha dejado nítida constancia de la manera en la que interpreta el papel de las instituciones democráticas. Si las gobierna, se vale de ellas como medio para cualquier fin, y ahí están las mentiras de Estado sobre los atentados del 11 de marzo; si no las gobierna, el fin de recuperarlas justifica cualquier medio, y ahí está su apoyo a un sumario periodístico sobre estos mismos atentados, en detrimento del sumario judicial elaborado con las garantías del estado de Derecho. Parece como si, en el fondo, sus dirigentes estuviesen convencidos de que la condición de demócrata se gana compitiendo por unas instituciones que son, en efecto, democráticas, no comportándose como demócratas en la competición por las instituciones. Si pretenden apoderarse de signos y emblemas que son de todos, cuando no de una mayoría en los tribunales, es precisamente por esto, porque necesitan reforzar este equívoco sutil pero deliberado. Porque necesitan esconder un comportamiento que puede cuestionar la democracia detrás de la invocación a la Constitución o a la independencia de los jueces, que son manifestaciones y principios inconfundibles de la democracia.

Los riesgos que se derivan de esta forma de actuar no son fáciles de conjurar para ningún Gobierno, como tampoco lo era para ninguna oposición cuando el Partido Popular estaba en el Ejecutivo, entre 1996 y 2004. Pero que no resulten fáciles de conjurar no significa que cualquier estrategia sea buena para intentarlo. Hay estrategias mejores y peores, y dentro de las peores hay algunas francamente peligrosas. Por ejemplo, la de desentenderse de la radicalización del Partido Popular porque tal vez acabará favoreciendo, por miedo, las expectativas electorales del Partido Socialista. Esta estrategia es peligrosa porque, en último extremo, significa que la supervivencia del sistema constitucional depende de los resultados electorales. Porque, en el fondo, confirma la idea que proclama el Partido Popular, según la cual lo que hoy nos jugamos en España es la democracia, y no el acierto o el error de unas políticas dentro de la democracia. Es decir, que todos estamos en lo mismo pero sólo nos diferenciamos en que somos nosotros, y no nuestros adversarios, los que garantizamos la verdadera continuidad del orden constitucional. Seamos nosotros quienes seamos, los de un lado o los del otro.

Si la lucha política se plantea en estos términos, y en estos términos se está planteando desde el inicio de la actual legislatura, la única incógnita relevante para el futuro es saber cuántos asaltos electorales resistirá el sistema. La respuesta que se ofrece desde el Partido Socialista es que una derrota del Partido Popular le obligará a cambiar de dirección y a replantarse su manera de actuar. Eso es, por otra parte, lo mismo que piensa el Partido Popular con respecto al Partido Socialista. De ahí que insista en que los socialistas tienen que regresar a los consensos que han roto, aunque los populares callen que su objetivo desde el Gobierno, y ahora también desde la oposición, consistió en monopolizar esos consensos, que es una forma de romperlos. Lo menos que se puede decir es que se trata de una apuesta arriesgada, la suscriba quien la suscriba. El Partido Popular del 93 no cambió cuando llegó al Gobierno en el 96; para algunos se dio un respiro de moderación hasta el 2000, cuando alcanzó la mayoría absoluta, y entonces regresó por donde solía. Y su derrota en las últimas elecciones afianzó las peores tendencias, empujándolo por una senda que recuerda a la del 93, como si hubiese vuelto al punto de partida. ¿Por qué razón una nueva derrota habría de llevarle a creer que está equivocado y no, como suele ser habitual, a interpretar que la dosis de radicalización no ha sido suficiente?

Cada día que pasa, el margen para poner fin a esta insensata espiral es más estrecho. Hasta el punto de que se está extendiendo la sensación de que las próximas elecciones generales decidirán no quiénes deben gobernar, sino quiénes son los auténticos demócratas. En lugar de lanzarse a hacer apuestas, habría que recordar que la apuesta es en sí misma temeraria.

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