En vísperas del Diluvio Universal
Tras una larga historia de ininterrumpidos fracasos, Naciones Unidas ha descubierto la solución a su inepcia. Los culpables somos todos. No unos u otros, no un sistema económico o el contrario, no una raza, una clase o una tribu, sino "El hombre".
Descalificada como institución política, la ONU persigue, gracias a un sanedrín científico, transformarse en un oráculo teologal. No caben dudas sobre el informe de los sabios o su fiabilidad alcanza un 90%. Pueden errar pero ¿quién no atribuiría un fallo a los mismos profetas? Ni siquiera el Diluvio Universal cumplió al pie de la letra los detallados pronósticos del Génesis. Por tanto, el "cambio climático" se iza como la gran amenaza terrenal o en palabras de Zapatero junto al gore Al Gore, en "el reto más importante de la Humanidad".
Quién iba a decirlo. Después de idas y venidas, el peor enemigo de la Humanidad viene a ser el mal tiempo. Y no necesariamente un tiempo nacido del averno o un tiempo concebido por los enemigos de nuestra especie sino procedentes de nuestro comportamiento desviado respecto a las leyes de Dios.
¿Cabe una mayor identificación con las causas que provocaron las plagas de Egipto, los fuegos arrasadores o las aguas de purificación? El Cielo, encargado entonces de canalizar estos castigos sigue siendo el mismo, sólo cambia la voz que vaticina el anegamiento de las playas, las tormentas y huracanes de violencia extrema, el aumento de enfermedades infecciosas, la extinción de incontables especies de plantas y animales y la abrasadora sequía por doquier. El mundo se consterna ante las magnas revelaciones de Naciones Unidas, tan inútil y ciega para todo y ahora encarnando la suprema observación del porvenir. Tan inepta para remediar sevicias de miseria y muerte y ahora desvelándose para que no suframos un grado o dos de más. ¿Contribuirá a partir de ahora a mejorar cualquier incomodidad de la existencia?
Claro que no. Su catastrófica predicción del porvenir no procura tanto la visión del futuro como desvía la atención de las injusticias presentes, la exclusión social, los genocidios tribales, el tráfico de personas, las maniobras del crimen organizado, el peligro nuclear o la guerra preventiva permanente, gotas de agua si se comparan con el presagio de las tormentas gigantescas. Porque, a partir de ahora, el mal por antonomasia, el mal absoluto viene del clima o, mejor dicho, del calentamiento climático que, de acuerdo con las mediciones, ha provocado que ascienda el nivel del mar 0,8 milímetros al año. El deshielo nos ahoga. Esto dicen los científicos atemorizándonos con la fundición de los polos. Aunque no todos: Manuel Toharia ha recordado que el nombre de Groenlandia (Tierra Verde) fue dado por los primeros vikingos a una zona donde reinaba el césped. Los millones de toneladas de hielo llegarían después entre la ignorancia y la inocencia terrenal, acaso.
No es, en fin, tanto el clima como el climaterio que nos desasosiega. Menos el desequilibrio ambiental que el desequilibrio interior lo que nos desazona. O bien, la paranoia bajo forma de guerra fría, amenaza viral, terrorismo incesante o invasión extraterrestre se ha apoderado del mundo como el mayor legado norteamericano tras la cultura pop. El miedo con o sin causa, el pánico como estilo de vida levanta una pantalla que ofusca las conciencias y paraliza la insurrección.
Ahora ningún poder concreto nos asedia: todos somos culpables del deterioro, la agonía o el ocaso de la civilización. En cada luz que dejamos encendida, en cada cisterna que accionamos de más, en cada escape del coche se juega el destino de la Humanidad. ¿Seremos capaces de cometer este crimen tras ser detalladamente informados de nuestra responsabilidad? Si no bastaba con el peso que reparte la vida, he aquí una calculada carga que Naciones Unidas nos manda para aumentar nuestra ansiedad, nuestra culpa o nuestro propósito de no hacer ya nada que acaso desencadene el delirio y el subsiguiente Juicio Final.
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