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Libertad de expresión en Europa
Columna
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Tótem y tabú

Lluís Bassets

En Francia está prohibido negar el genocidio armenio, los estragos del esclavismo en las Antillas o el Holocausto judío. Otros países europeos castigan como delitos este último caso, tal como pudo comprobar el seudohistoriador británico David Irving, consumado negacionista y antisemita que dio con sus huesos en la cárcel en Viena por empeñarse en rechazar que Hitler hubiera asesinado a seis millones de judíos. En Turquía lo que está condenado por el Código Penal, en cambio, es reivindicar la existencia de un genocidio armenio, aunque en caso de sobreseimiento, como el que obtuvo el premio Nobel de Literatura Orhan Pamuk, siempre habrá un extremista dispuesto a aplicar el espíritu de la ley por su cuenta, que es lo que hizo el asesino del periodista turco-armenio Hrant Dink. Quemar la bandera nacional, hacer mofa del jefe del Estado o insultar a entidades abstractas como son divinidades religiosas o laicas -las naciones por ejemplo- está también penado en muchos países, incluso en democracias. Algo sabemos en España de estas cosas.

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La mejor tradición política y jurídica para enfrentarse a este cúmulo de cuestiones es la estadounidense, la que parte de la primera enmienda a la Constitución, donde se proclama el derecho de los ciudadanos a expresarse libremente sin interferencia alguna de los poderes públicos. Por desgracia, el viento sopla en dirección contraria en Europa. La ministra alemana de Justicia quiere que los 27 legislen contra el negacionismo. El Gobierno de Tony Blair quiso aprobar hace un año una legislación contra la blasfemia. Ayer mismo el director de Charlie Hebdo tuvo que vérselas ante un tribunal de París que puede condenarle hasta a seis meses de cárcel y una severa multa por "injurias públicas hacia un grupo de personas en razón de su pertenencia a una religión". El semanario satírico publicó las famosas caricaturas de Mahoma del diario danés Jyllands-Posten, algo que para varias entidades islámicas francesas es una afrenta merecedora de castigo penal.

En este caso, ni siquiera se ha podido acudir al socorrido argumento de la incitación al delito, o como mínimo al odio o a la violencia. Hay buenos y justificados casos de este tipo de comportamientos: la radio Mil Colinas de los hutus en vísperas del genocidio en Ruanda o ciertos medios de comunicación serbios y croatas en las guerras balcánicas. Lo mismo cabe decir de la verborrea antisemita del presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, en la que coinciden la negación del Holocausto y la apelación a exterminar Israel. Pero sería difícil sacar esas consecuencias violentas de los delirios de Irving sobre los campos de exterminio o de las viñetas blasfemas contra Mahoma.

Es evidente que toda sociedad tiene tendencia a crear espacios simbólicos sagrados, que no se pueden hollar sin escándalo y a veces sin castigo ejemplar. Figuras históricas o legendarias, entidades abstractas o alegóricas suelen configurar el catálogo de estos tótems a los que un tabú protege. El siglo XX ha visto cómo se incorporaban a esta lista episodios históricos que se han visto sacralizados y sustraídos del debate y del libre análisis. Historiadores de prestigio se han levantado contra esta tendencia pidiendo la abrogación de las leyes que penalizan el negacionismo. Recojo de un manifiesto, firmado por un grupo de historiadores franceses en diciembre de 2005, estas frases notables: "La historia no es una religión. El historiador no acepta ningún dogma, no respeta ninguna prohibición, no conoce ningún tabú. La historia no es la moral. El historiador no tiene el papel de exaltar o condenar, sólo explicar. En un Estado libre no pertenece ni al Parlamento ni a la autoridad judicial definir la verdad histórica".

Europa no puede dibujar el terreno de juego en el que se mueven sus ciudadanos a partir de los mapas sagrados de las religiones y creencias políticas o ideológicas que en ella conviven. Una Europa en la que cualquier grupo, creencia, nación o secta impusiera sus leyendas y tabúes a los otros ciudadanos sería un territorio asfixiante y opresivo. El único terreno de juego obligatorio es el de la libertad para todos desde el respeto a la libertad de todos. Libertad de conciencia y libertad de expresión, incluyendo la libertad de blasfemia, afecte al islam o al Papa, al Holocausto o a la esclavitud. Pero si Charlie Hebdo tiene todo el derecho a publicar las caricaturas del Profeta, también hay que reivindicar, por si acaso, el derecho a no publicarlas, como han hecho legítimamente muchos medios de comunicación. O a defender con ardor la libertad de blasfemia sin practicarla, ni considerarla el visado obligado de una nueva corrección política que puede buscar acaso la exclusión de los más desvalidos y recién llegados.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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