Neo-violentos
En noviembre del año pasado recibimos en San Sebastián, en el marco del encuentro internacional de escritoras, a una jovencísima poeta rusa: Xenia Dyakonova. De entre todas las cosas interesantes que dijo para introducirnos en su infancia en San Petersburgo y en su tempranísimo despertar poético, retengo hoy esta frase: "La primera emoción de mi vida fue la compasión". Me impresionó. "Compasión" no es una palabra fácil. Tiene incluso cierta mala prensa. Parece instaurar entre su sujeto y su objeto una forma de verticalidad o de jerarquía que enturbia sus buenas intenciones. Pero yo tiendo a interpretarla en los sentidos de la pura (y fértil) empatía: colocarse en el lugar de otro, sentir con él. Y así entendí las palabras de Xenia Dyakonova y me conmovió que esa jovencísima poeta hubiera orientado su primera emoción no hacia sí misma sino hacia alguien más o hacia los demás. Y me pareció natural que con esas condiciones de mente o espíritu se dedicara a la poesía y no a pintar dianas en la puerta de nadie o a quemar autobuses de todos o cosas peores. En fin, lo que pensé es que si los jóvenes fueran así en todas partes, a la violencia y a las plagas del mundo les quedaría muy poco porvenir.
Dejando de lado la titularidad de todos conocida -el mono-tema devuelto a su condición de monstruo-tema-, uno de los asuntos más noticiados y destapados en 2006 ha sido la relación o el roce de nuestros jóvenes con la violencia. Los medios de comunicación han ido recogiendo, puntual pero regularmente, los casos y las cifras del acoso escolar; la situación de ingobernabilidad de algunas aulas, el desánimo creciente de muchos profesores por ésa y otras causas parecidas; el aumento del número de padres agredidos por sus hijos; la problemática ligada a la inmigración de jóvenes sin familia, y a las precarias condiciones de trabajo de los asistentes sociales que de ellos se ocupan. A lo que se ha sumado naturalmente la reactivación de la violencia callejera; y lo peor.
Acaban de detener a un presunto etarra en Port Bou. Hace poco, tras el atentado de Barajas, detuvieron a otros dos. A otros seis, unas semanas antes, después del robo de pistolas en el sur de Francia. Todos tienen en común, además de su presunta pertenencia a ETA, algo tanto y más desolador: la edad. Todos esos presuntos terroristas son veinteañeros. Y entonces, cuando hablamos de ETA ahora mismo, ¿de qué estamos hablando exactamente? Parece claro que de relevo generacional o, por ello, de neo-terrorismo. Y entiendo que esa variable de juventud debería ser, ahora mismo, núcleo o eje principal de cualquier enfoque o debate sobre el asunto.
Y creo también que hay que analizar y atajar de un modo radical (de raíz) las cadenas causales que desembocan en el contagio violento. Los contextos que alimentan las violencias juveniles (y lo pongo en plural no para confundirlas en el nombre sino para subrayar la desolación, el drama social que contiene el adjetivo), los caldos que cultivan la barbarie al tiempo que desactivan o acallan sus antídotos: los valores de la convivencia democrática, del civismo, la empatía y el respeto por la pluralidad y la diferencia. Sin pensarlo demasiado, cualquiera puede confeccionar un nutrido catálogo de anomalías o anormalidades democráticas y convivenciales que en Euskadi llevan decenios campando a sus anchas y/o presentándose con naturalidad o sin impedimento: desde la colonización del espacio público por parte de los radicales; hasta la distorsión o confusión (en ocasiones refrendada institucionalmente) entre víctimas y verdugos. Pasando por una gran variedad de botones de muestra incivil. Yo veo claras algunas causalidades y, por lo tanto, también su remedio social y educativo.
Y claro también que seguimos llamando violencia a lo que es mayormente neo-violencia, en el sentido de ejercida por jóvenes, y que afecta, roza o amenaza de un modo muy particular a la juventud y su futuro. El debate sobre la "paz" debería asumir y neo-responsabilizarse de esa variable. De ese horizonte.
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